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3 de noviembre de 2019

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Pedro, roca de la Iglesia

NOTAS PARA EL RETIRO
Noviembre 2019






Pedro, roca de la Iglesia


Al igual que el misterio de la salvación de los hombres es un camino de abajamiento, de humildad, por parte de Jesucristo, de la misma forma ha de ser en sus discípulos: para poder presentarse como apóstoles del Hijo de Dios, su camino ha de ser de la misma manera, en la misma dirección. En san Pedro vemos cómo el seguimiento del Señor consiste en un camino de humildad. De hecho, en la humildad está la prueba que permite valorar si uno está en condiciones de aceptar la misión que se le va a encomendar.

Pedro es un pescador que asume una tarea complicada. Jesús le convierte en el primero entre iguales (Mt 16). Y no sólo para mientras el Maestro está, sino también para cuando no esté. Eso supone que va a tener que ser muy fuerte, porque las dificultades van a surgir más pronto que tarde. ¿De dónde sacar esa fuerza? ¿Cómo podrá soportar la responsabilidad, la urgencia, cada circunstancia? He aquí que, en cuanto se enfrenta a la primera situación realmente comprometida, descubre que no es tan fácil; así le sucede en las negaciones (Mt 26,69-75). Según tiene que afrontar la situación, queda solo y cae.

¿No nos repetimos a nosotros mismos lo fuertes que tenemos que ser ante las responsabilidades? ¿Afronto las circunstancias como el que tiene que sostener o como el que tiene que ser sostenido? ¿Qué realidades de mi propia vida me invitan a cargar con todo y seguir adelante, consciente del gran esfuerzo que hago? ¿En cuáles Dios es una ayuda y en cuales me sostiene?

Así que Pedro va a tener que aceptar que es, a la vez, un creyente y un pecador. Un creyente porque el que lo lleva es el Señor, el que lo guía y conforta es Cristo, un pecador porque la relación con Cristo conlleva una experiencia necesaria de arrepentimiento y de perdón. Pedro tiene que aceptar que va a fallar a Jesús, pero que Jesús le perdona. Pedro tiene que asumir que es un pecador, pero un pecador creyente, que espera de Jesús lo que él mismo no puede darse, la santidad y la gracia. Cuando Pedro escucha el canto del gallo y cae en la cuenta de lo que ha hecho, de que ha puesto por encima su visión de las cosas, de que ha querido que las cosas sean a su manera, sin pasar por el misterio pascual, la traición del pecado le abre a un nuevo mundo, un mundo significado por la confusión. ¿Cómo puede ser? Yo, con lo que quiero a Dios… ¿Cómo he podido? El corazón experimenta la humillación, se encuentra deshecho, desolado. Quebrantado. “Hecho trizas” dice literalmente el salmo 50. Es la angustia de la tentación que se avecina o de la tentación en la que ya se ha caído.

No nos resulta difícil, tan acostumbrados que estamos a contemplar ese pasaje evangélico, imaginar a Pedro en esa situación interior, en esa angustia y esa desorientación de quien ha cometido un pecado, de quien ha sido vencido por la tentación y ha negado a su Señor. No nos resultará tampoco difícil vernos a nosotros mismos en esa situación. Un autor antiguo lo explica así: Cuando aparezca la tentación “te encontrarás ante ella como un niño que no sabe a dónde volver la cabeza. Todo tu saber se convertirá en confusión, como el de un niño pequeño. Y tu espíritu, que parecía tan sólidamente enraizado en Dios, tu conocimiento tan claro, tu pensamiento tan equilibrado, se sumergirán en un océano de dudas”.

¿He experimentado esa traición a Jesús? ¿He rechazado sus planes últimamente, eligiendo algo más cómodo, más razonable, más tranquilo? ¿Cómo me doy cuenta de mi error, de mi traición? ¿En qué ámbitos de mi vida me cuesta más asumir que en el camino oscuro me guía el Señor, y me empeño en que las cosas sean a mi manera? ¿Deseo cambiar o ya me he acostumbrado?

La cuestión fundamental es que, en esa situación, el hombre se ve inserto en la dinámica pascual, muerte y resurrección, que tiene que aceptar en su vida y reconocer como fundamental para su salvación. Pero aún “no ha bajado suficientemente”, y tiene que hacerlo aún más para recibir la vida: ¿Cómo sale Pedro de ahí? ¿Cómo salir nosotros? Este mismo autor termina este texto diciendo: “Una sola cosa te ayudará entonces a vencer las dudas: la humildad. En cuanto te dejes sumergir en ella, todo el poder de las tentaciones se desvanece”. Esto significa que no tenemos que salir huyendo ante la humillación, sino que tenemos que, por decirlo de alguna forma, abrazarla, quererla. Solamente así el corazón de piedra se destruye y se convierte en el corazón de carne que había, pero que estaba tapado por defensas y seguridades propias. Si ante la tentación nos humillamos, si aceptamos bajar todavía más, entonces el Señor nos protege. El orgullo nos hace creer que podemos vencer esa tentación, puntual o constante, con nuestras propias fuerzas, por nosotros mismos, tomando decisiones tranquilas, pausadas, equilibradas… como en un ejercicio de voluntarismo y de razón. Si la tentación conduce al pecado no es, por lo general, por una falta de generosidad, sino que muchas veces es por una carencia de humildad. Pero en quien actúa con humildad, la confianza inquebrantable en la misericordia de Dios se convierte en la fuerza capaz de levantarnos en nuestras caídas.

Así que Pedro tiene que recorrer, entonces, un doble camino: dejarse perdonar por el Señor, y aceptar perdonarse a sí mismo. Ese camino supone aceptar que Él no va a realizar su misión por su propia capacidad; su propia capacidad ya se ha venido abajo, ha quedado reducida a ruinas. Va a ser el Señor el que le fortalezca y sostenga en su debilidad, el que construya esa fuerza necesaria para creer y responder como debe. En definitiva, Pedro va a experimentar que su misión sólo puede realizarse desde la humildad si quiere transparentar la gloria de Dios.

¿Afronto con humildad mis caídas y negaciones, o desde la vanidad que nos produce rabia, un enfado grande por no haber sido capaces, valientes? ¿Me dura el cabreo o la decepción como para que afecte a los demás, o acepto que a mi debilidad sale Jesús al encuentro para levantarme, como en mi propia resurrección? ¿Busco quien me apoye para mantenerme en mi postura, o busco quien me levante en mi debilidad, en mi aparente fortaleza? ¿Qué me cuesta más, dejarme perdonar por el Señor, o perdonarme a mí mismo mi nueva caída? ¿Acepto humildemente nuevos medios a mis negaciones, o me conformo con hacer siempre lo mismo? ¿Vivo en mi vida la relación del perdón con la misión, o planteo mi misión en la Iglesia y el mundo al margen de la Pascua, del perdón de Cristo?

San Basilio de Cesarea, en una homilía comentando el pasaje de las negaciones de Pedro, dice: “El Señor lo abandonó entonces a su debilidad de hombre y llegó a renegar de él, pero su caída lo volvió sabio y lo hizo ponerse en guardia. Aprendió a tratar con indulgencia a los débiles al haber conocido él mismo su propia debilidad y desde ese mismo momento supo con toda claridad y certeza que gracias a la fuerza de Cristo, había sido preservado cuando estaba en peligro de muerte por su falta de fe. La humildad es la que libera a quien ha pecado muchas veces y gravemente”. Pero, ¿en qué consiste esta humildad? ¿Cómo se alcanza? La humildad es la virtud que nos ofrece una visión real de la vida y de nuestras cosas. “Andar en la verdad”, dice santa Teresa de Jesús. Cuando la soberbia, el pecado, aparecen en el corazón humano, desvirtúan la realidad, la cambian, la adaptan a los intereses del tentador, por muy sensato que parezca lo que estamos pensando, porque ya no lo pensamos para descubrir la verdad, sino para encontrar nuestra propia verdad, para reafirmarnos en lo que queremos. Sin embargo, la humildad nos permite reconocer lo que es de Dios y lo que es nuestro, nos permite aceptar que sólo Dios es santo, y nosotros unos pobres pecadores, sus siervos. Santa Teresa de Jesús dice en el Libro de la Vida: “Fatígame, Señor, aun decir esto, porque sé que fue mía toda la culpa; porque no me parece os quedó a Vos nada por hacer para que desde esta edad no fuera toda vuestra”. Cuando la misma santa Teresa cuenta el relato de su conversión definitiva a Dios, lo primero que ella reconoce es la impresión causada por el amor del Redentor, que ha probado el sufrimiento y la cruz por nosotros. Sólo a la luz de este amor nace el verdadero dolor por los pecados, el arrepentimiento por la ingratitud personal, por haber fallado a Dios, por elegirle a medias, poniéndole condiciones. Sólo a la luz de ese amor, y arrepentidos, puede nacer en nosotros el deseo de entregarle a Dios lo que nos hace caer, confiarnos en sus manos, y no en lo que nos guardamos cada uno de nosotros.

El amor del Señor no nos hace olvidar nuestras faltas, poner nuestra confianza en el amor del crucificado no significa sacar de nuestra conciencia nuestro pecado: nos sirve para ver nuestra fragilidad, la facilidad con la que hacemos la vida a nuestra manera a pesar de ser iluminados por un amor más fuerte y que nos quiere sostener. Es lógico el miedo a recaer, pero el amor de Dios pide que nos lancemos confiados en sus manos, que no nos fiemos de nuestras fuerzas. Por eso, acoger, aceptar el amor de Dios que se nos ha dado, nos permite ver el pecado como pecado condenado por el amor de Dios. Pedro aprende también así, desde el amor que Jesús le muestra a la orilla del lago (Jn 21), cómo cura el amor de Dios, de qué forma quiere actuar en él para que, desde la humildad, evite el escándalo. Así, Pedro aprende que el misterio de la muerte y resurrección de Cristo se realizan constantemente en su propia vida, invitándole a la humildad y a confiar.


¿Acepto este camino del Señor como el único válido para seguirle por la vida? ¿Qué me hace resistirme, me dificulta la fe? ¿Quién me ayuda a confiar, me habla de creer, de dejarme en los brazos del Señor, que nos cuida bien? ¿Reconozco cómo me construye esa forma de seguir al Señor para no empeñarme en lo mío, sino ablandar mi corazón a su cuidado?
Publicado por: Acción Católica General de Madrid - domingo, noviembre 03, 2019

1 de octubre de 2019

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Los apóstoles, testigos y enviados de Cristo

NOTAS PARA EL RETIRO
Octubre 2019


Tentaciones con respecto a la Iglesia


Cierra san Juan su evangelio advirtiendo de la inmensa cantidad de experiencias que los apóstoles vivieron junto al Señor durante su vida terrena. Podríamos pensar que nuestro día a día en la Iglesia, como creyentes siguiendo al Señor, es el eco de aquel big bang que supuso la experiencia de los doce con el Maestro. Aquel universo en expansión nos incluye y alcanza, y la relación recién creada de los hombres con el Salvador se prolonga en la historia gracias al sí misterioso de aquellos hombres que aceptaron una llamada culminante: el hombre, creado por Dios, puede compartir su vida con Dios, y comunicar, por sus palabras y obras, el contenido de esa vida. La relación creada con los discípulos nos alcanza a nosotros, no es casual. Contiene la voluntad de Dios sobre nosotros, que nos es comunicada a su tiempo. Tanto es así, que la relación creada mantiene una estructura eclesial: no es una relación aislada en el mundo o la historia, sin relación con nada ni nadie. Es, en realidad, una llamada a ser en la Iglesia, a vivir en la relación con la Iglesia, desde los primeros llamados, hasta los recién bautizados de nuestras parroquias.

Aprender el tiempo desde la perspectiva de Dios, valorarnos en aquella relación, en aquella llamada, nos permitirá afrontar nuestro ser en la Iglesia en su sentido amplio: no consiste en un grupo, en un cura, en una ideología, en una actividad. Todo eso es pasajero y así debemos vivirlo. Comencemos por leer la llamada de los Doce, en la que Cristo inaugura un grupo especial, fundamento de nuestra fe (Mc 3,13 s.). En ese silencio de los discípulos se encierra el misterio: estamos necesitados de aprender a responder, porque no sabemos. Una respuesta que no se refiere a hoy, sino a cada hoy, a siempre. Igual que la llamada no es para hoy. Es de siempre.

¿Cuál es mi experiencia cuando leo el texto? ¿Soy capaz de contemplarlo en el silencio, desde lo que no alcanzo a ver? ¿Qué forma de asumir la llamada tienen los discípulos en el monte? Ellos no ven lo que hay por delante: ¿valoro su fe, su decisión? ¿Entiendo mi llamada en la Iglesia y solo en ella, o pretendo verme al margen, diferente?

La soledad con la que Cristo ora en el monte, durante la noche, antes de llamar a los discípulos, manifiesta todo lo anterior, la llamada amorosa deseada desde antes del tiempo: es la presencia de Dios entre los hombres, su palabra misteriosa, la que de verdad reúne y da identidad a los discípulos, a la vez que les invita a entrar en un camino de confianza en Dios que les ayuda a aceptar sus ritmos y formas.
El testimonio será dado por discípulos, pero siempre en coherencia con la forma original, con Cristo. Esto ayuda a que, en muchas ocasiones, podamos decir que hay cosas que “son de Dios” y “otras que no”: es la convivencia la que revela lo que es propio de Dios y lo que no lo es. Aquí se dará una continuidad. Eso sí, cada receptor de ese testimonio ofrecerá el suyo a su manera, en su contexto, con sus formas. Aquí se dará una discontinuidad. Cristo respeta la personalidad y la libertad de los que llama, convirtiéndolas en cauces que muestran con belleza un conjunto armónico y misterioso, universal a la vez que concreto, los fundamentos de la Iglesia.

¿Acepto las particularidades de la Iglesia de hoy, de sus miembros, tal y como acepto las de los primeros discípulos? ¿Reconozco y agradezco la catolicidad de la Iglesia, de sus testimonios y miembros, que me hace a mí partícipe de la buena noticia del evangelio? ¿Qué dificultades encuentro a la hora de salir de mi propia experiencia y conocer la amplitud de la Iglesia unida por la llamada del Señor? ¿Vivo y acepto esa libertad en los miembros de la Iglesia, o la vivo para mí y me cuesta para los demás?

La llamada a los apóstoles es una llamada al testimonio. La fe de los discípulos no se separa en ningún momento del testimonio que puedan dar. Acompañar a Jesús es aprender la tarea evangelizadora, no es ir de brazos cruzados. El discípulo se acerca a Jesús, habla con Él, lo admira, lo quiere cada vez más, “lucha” con Él, pero sabe que esa relación personal conlleva una llamada a ofrecer esa relación personal a todos: Jesús no busca un grupo para no estar solo, busca un grupo con el que ser conocido, para que conocido Él, sean conocidos el Padre y su salvación. En los pequeños gestos cotidianos y en las grandes decisiones, los discípulos han de ofrecer a Jesús. No se le guarda para grandes momentos, pues Jesús no se ha mostrado en grandes momentos solamente, sino en la vida cotidiana.

Por eso, la misión requiere una profunda interiorización del don del Espíritu, que alcanza lo más profundo de cada apóstol, y cuanto más profundo alcanza, más fuerte es el vínculo y más fácil es que aparezca en cada palabra o acción. Una tradición oral y una tradición escrita, como la Iglesia reconoce, son la prueba de que han recibido el Espíritu Santo en lo más profundo de su ser, y se han visto afectados en todo lo vivido.

¿De qué forma van asumiendo los discípulos con el Señor su misión? ¿Experimentan éxitos y fracasos? ¿Cómo los afrontan? ¿Esa vida que evangeliza está asumida en mí? ¿Soy superficial en mis acciones creyentes, me salen solas o tengo que pensarlas? ¿Cuáles son las que me salen más fácilmente y a cuáles tengo que dar mil vueltas? ¿Me encomiendo al Espíritu Santo y trabajo mis puntos débiles, o soy dejado para crecer en la fe? ¿Mi grupo es para vivir el evangelio o para vencer mi soledad, mi aburrimiento?

El testimonio de los apóstoles es también manifestación de una fraternidad: creer en Cristo y seguir a Cristo supone entrar en una forma concreta de relacionarse. Hermanos en Cristo. Biorritmos, manías, particularidades, acentos, todo queda integrado en la convivencia con el Señor, pasando a un segundo plano, por detrás de la voluntad del Señor y de su misión. Los apóstoles tienen que aprenderlo y tienen que enseñarlo. La sabiduría de nuestro tiempo opta por el individualismo, parte del principio de que los otros molestan para vivir la fe, ya sea en misa ya sea en mi trabajo. Esta sabiduría no es cristiana: Cristo ha creado un grupo de Doce no para tener más gente, sino para que experimenten y reflejen la comunión en la Iglesia celeste. El cielo no es estar solo, no es estar con quien uno elige, no es que no estén quienes no me parece: el cielo es la comunión con Cristo y los hermanos. La Iglesia es, en su origen, comunidad fraterna y peregrina. Nadie va solo, nadie cree solo, nadie se salva solo. Y aún más: nadie se salva apartando a otros, separando a los que no me van.

En los otros, y en la relación con los otros, se nos ofrece la vivencia del misterio pascual, donde uno puede reconocer a Cristo en el ejercicio de negarse a uno mismo, o reconocerlo en el servicio al prójimo, o donde uno puede alcanzar los orígenes de la fe en Cristo en el ejercicio de confiarse a la comunidad y crecer en relación con los otros. De forma misteriosa, cuando uno realiza estos ejercicios, se descubre en medio de una continuidad temporal: sí, aquella era mi Iglesia, yo formo parte de aquellos con los que Jesús comenzó su preciosa tarea. Esta certeza es necesaria ante las dificultades y pruebas de la vida, ante los escándalos que en el seno de la Iglesia nos tientan, ante las debilidades que tantas veces nos cuestan y nos hacen más difícil seguir.


¿De qué forma van asumiendo los discípulos con el Señor su misión? ¿Experimentan éxitos y fracasos? ¿Cómo los afrontan? ¿Esa vida que evangeliza está asumida en mí? ¿Soy superficial en mis acciones creyentes, me salen solas o tengo que pensarlas? ¿Cuáles son las que me salen más fácilmente y a cuáles tengo que dar mil vueltas? ¿Me encomiendo al Espíritu Santo y trabajo mis puntos débiles, o soy dejado para crecer en la fe? ¿Mi grupo es para vivir el evangelio o para vencer mi soledad, mi aburrimiento?
Publicado por: Acción Católica General de Madrid - martes, octubre 01, 2019