1 de octubre de 2019

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Los apóstoles, testigos y enviados de Cristo

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NOTAS PARA EL RETIRO
Octubre 2019


Tentaciones con respecto a la Iglesia


Cierra san Juan su evangelio advirtiendo de la inmensa cantidad de experiencias que los apóstoles vivieron junto al Señor durante su vida terrena. Podríamos pensar que nuestro día a día en la Iglesia, como creyentes siguiendo al Señor, es el eco de aquel big bang que supuso la experiencia de los doce con el Maestro. Aquel universo en expansión nos incluye y alcanza, y la relación recién creada de los hombres con el Salvador se prolonga en la historia gracias al sí misterioso de aquellos hombres que aceptaron una llamada culminante: el hombre, creado por Dios, puede compartir su vida con Dios, y comunicar, por sus palabras y obras, el contenido de esa vida. La relación creada con los discípulos nos alcanza a nosotros, no es casual. Contiene la voluntad de Dios sobre nosotros, que nos es comunicada a su tiempo. Tanto es así, que la relación creada mantiene una estructura eclesial: no es una relación aislada en el mundo o la historia, sin relación con nada ni nadie. Es, en realidad, una llamada a ser en la Iglesia, a vivir en la relación con la Iglesia, desde los primeros llamados, hasta los recién bautizados de nuestras parroquias.

Aprender el tiempo desde la perspectiva de Dios, valorarnos en aquella relación, en aquella llamada, nos permitirá afrontar nuestro ser en la Iglesia en su sentido amplio: no consiste en un grupo, en un cura, en una ideología, en una actividad. Todo eso es pasajero y así debemos vivirlo. Comencemos por leer la llamada de los Doce, en la que Cristo inaugura un grupo especial, fundamento de nuestra fe (Mc 3,13 s.). En ese silencio de los discípulos se encierra el misterio: estamos necesitados de aprender a responder, porque no sabemos. Una respuesta que no se refiere a hoy, sino a cada hoy, a siempre. Igual que la llamada no es para hoy. Es de siempre.

¿Cuál es mi experiencia cuando leo el texto? ¿Soy capaz de contemplarlo en el silencio, desde lo que no alcanzo a ver? ¿Qué forma de asumir la llamada tienen los discípulos en el monte? Ellos no ven lo que hay por delante: ¿valoro su fe, su decisión? ¿Entiendo mi llamada en la Iglesia y solo en ella, o pretendo verme al margen, diferente?

La soledad con la que Cristo ora en el monte, durante la noche, antes de llamar a los discípulos, manifiesta todo lo anterior, la llamada amorosa deseada desde antes del tiempo: es la presencia de Dios entre los hombres, su palabra misteriosa, la que de verdad reúne y da identidad a los discípulos, a la vez que les invita a entrar en un camino de confianza en Dios que les ayuda a aceptar sus ritmos y formas.
El testimonio será dado por discípulos, pero siempre en coherencia con la forma original, con Cristo. Esto ayuda a que, en muchas ocasiones, podamos decir que hay cosas que “son de Dios” y “otras que no”: es la convivencia la que revela lo que es propio de Dios y lo que no lo es. Aquí se dará una continuidad. Eso sí, cada receptor de ese testimonio ofrecerá el suyo a su manera, en su contexto, con sus formas. Aquí se dará una discontinuidad. Cristo respeta la personalidad y la libertad de los que llama, convirtiéndolas en cauces que muestran con belleza un conjunto armónico y misterioso, universal a la vez que concreto, los fundamentos de la Iglesia.

¿Acepto las particularidades de la Iglesia de hoy, de sus miembros, tal y como acepto las de los primeros discípulos? ¿Reconozco y agradezco la catolicidad de la Iglesia, de sus testimonios y miembros, que me hace a mí partícipe de la buena noticia del evangelio? ¿Qué dificultades encuentro a la hora de salir de mi propia experiencia y conocer la amplitud de la Iglesia unida por la llamada del Señor? ¿Vivo y acepto esa libertad en los miembros de la Iglesia, o la vivo para mí y me cuesta para los demás?

La llamada a los apóstoles es una llamada al testimonio. La fe de los discípulos no se separa en ningún momento del testimonio que puedan dar. Acompañar a Jesús es aprender la tarea evangelizadora, no es ir de brazos cruzados. El discípulo se acerca a Jesús, habla con Él, lo admira, lo quiere cada vez más, “lucha” con Él, pero sabe que esa relación personal conlleva una llamada a ofrecer esa relación personal a todos: Jesús no busca un grupo para no estar solo, busca un grupo con el que ser conocido, para que conocido Él, sean conocidos el Padre y su salvación. En los pequeños gestos cotidianos y en las grandes decisiones, los discípulos han de ofrecer a Jesús. No se le guarda para grandes momentos, pues Jesús no se ha mostrado en grandes momentos solamente, sino en la vida cotidiana.

Por eso, la misión requiere una profunda interiorización del don del Espíritu, que alcanza lo más profundo de cada apóstol, y cuanto más profundo alcanza, más fuerte es el vínculo y más fácil es que aparezca en cada palabra o acción. Una tradición oral y una tradición escrita, como la Iglesia reconoce, son la prueba de que han recibido el Espíritu Santo en lo más profundo de su ser, y se han visto afectados en todo lo vivido.

¿De qué forma van asumiendo los discípulos con el Señor su misión? ¿Experimentan éxitos y fracasos? ¿Cómo los afrontan? ¿Esa vida que evangeliza está asumida en mí? ¿Soy superficial en mis acciones creyentes, me salen solas o tengo que pensarlas? ¿Cuáles son las que me salen más fácilmente y a cuáles tengo que dar mil vueltas? ¿Me encomiendo al Espíritu Santo y trabajo mis puntos débiles, o soy dejado para crecer en la fe? ¿Mi grupo es para vivir el evangelio o para vencer mi soledad, mi aburrimiento?

El testimonio de los apóstoles es también manifestación de una fraternidad: creer en Cristo y seguir a Cristo supone entrar en una forma concreta de relacionarse. Hermanos en Cristo. Biorritmos, manías, particularidades, acentos, todo queda integrado en la convivencia con el Señor, pasando a un segundo plano, por detrás de la voluntad del Señor y de su misión. Los apóstoles tienen que aprenderlo y tienen que enseñarlo. La sabiduría de nuestro tiempo opta por el individualismo, parte del principio de que los otros molestan para vivir la fe, ya sea en misa ya sea en mi trabajo. Esta sabiduría no es cristiana: Cristo ha creado un grupo de Doce no para tener más gente, sino para que experimenten y reflejen la comunión en la Iglesia celeste. El cielo no es estar solo, no es estar con quien uno elige, no es que no estén quienes no me parece: el cielo es la comunión con Cristo y los hermanos. La Iglesia es, en su origen, comunidad fraterna y peregrina. Nadie va solo, nadie cree solo, nadie se salva solo. Y aún más: nadie se salva apartando a otros, separando a los que no me van.

En los otros, y en la relación con los otros, se nos ofrece la vivencia del misterio pascual, donde uno puede reconocer a Cristo en el ejercicio de negarse a uno mismo, o reconocerlo en el servicio al prójimo, o donde uno puede alcanzar los orígenes de la fe en Cristo en el ejercicio de confiarse a la comunidad y crecer en relación con los otros. De forma misteriosa, cuando uno realiza estos ejercicios, se descubre en medio de una continuidad temporal: sí, aquella era mi Iglesia, yo formo parte de aquellos con los que Jesús comenzó su preciosa tarea. Esta certeza es necesaria ante las dificultades y pruebas de la vida, ante los escándalos que en el seno de la Iglesia nos tientan, ante las debilidades que tantas veces nos cuestan y nos hacen más difícil seguir.


¿De qué forma van asumiendo los discípulos con el Señor su misión? ¿Experimentan éxitos y fracasos? ¿Cómo los afrontan? ¿Esa vida que evangeliza está asumida en mí? ¿Soy superficial en mis acciones creyentes, me salen solas o tengo que pensarlas? ¿Cuáles son las que me salen más fácilmente y a cuáles tengo que dar mil vueltas? ¿Me encomiendo al Espíritu Santo y trabajo mis puntos débiles, o soy dejado para crecer en la fe? ¿Mi grupo es para vivir el evangelio o para vencer mi soledad, mi aburrimiento?

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