31 de mayo de 2015

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El rostro de la misericordia - Mons. Francesc Pardo i Artigas

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El papa Francisco ha anunciado y convocado un Jubileo extraordinario de la Misericordia como un tiempo propicio para la Iglesia, para fortalecer y hacer más eficaz el testimonio de los creyentes. Este Año Santo se abrirá el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada, y se clausurará el 20 de noviembre de 2016, fiesta litúrgica de Cristo Rey y fin del año litúrgico. “Aquel día, cerrando la Puerta Santa, tendremos ante todo sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia”, escribe el Papa.

En la bula que anuncia la convocatoria, el Papa une la misericordia a la Santísima Trinidad: “Misericordia es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad.  Misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia es la vía que une a Dios con el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amado pese al límite de nuestro pecado”.

Está convencido de la necesidad de contemplar el misterio de la misericordia, el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque es fuente de alegría, de serenidad y de paz; para que podamos ser nosotros mismos  signos eficaces de la obra de nuestro Dios.

Es significativo el hecho que haya escogido el 8 de diciembre. Aquel  día se cumplirán 50 años de la clausura del Concilio Vaticano II.

Los que tenéis 50 años o menos no podéis tener la perspectiva suficiente para valorar lo que significó y significa aún hoy el Concilio Vaticano II. Se iniciaba un nuevo período en la historia milenaria de la Iglesia.

El Papa recuerda: “Los Padres reunidos en Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo de un modo comprensible. Derrumbadas las murallas que durante mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de una forma nueva. Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un nuevo compromiso para todos los cristianos de testimoniar con un mayor entusiasmo y convicción la propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser, en el mundo, un signo vivo del amor del Padre”.

Vuelven a la mente las palabras cargadas de significado que san Juan XXIII pronunció en la apertura del Concilio para indicar el camino a seguir: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar el remedio de la misericordia antes que empuñar las armas de la severidad… La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico, la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre amantísima de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos que están separados”.

En el mismo horizonte se colocaba también el beato Pablo VI, quien, en la Conclusión del Concilio, se expresaba de esta forma: “Queremos ante todo apreciar como la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad… La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de su espiritualidad… Una corriente de afecto y admiración del Concilio se ha desbordado sobre el mundo humano moderno. Han sido reprobados errores, sí, porque esta es la exigencia, tanto de la caridad como de la verdad, pero en cuanto a las personas no ha habido más que invitación, respeto y amor. En lugar de diagnósticos deprimentes, remedios alentadores; en lugar de presagios funestos, mensajes de confianza se han dirigido desde el Concilio hacia el mundo contemporáneo; sus valores no sólo han sido respetados sino que también han sido honrados, sostenidos sus esfuerzos; sus aspiraciones, purificadas y bendecidas… Otra cosa hemos de destacar: toda esta riqueza doctrinal va dirigida tan solo a una cosa: servir al hombre. Se  trata de todo hombre, cualquiera que sea su condición, su miseria, sus necesidades”.

Por todo ello, en Roma y en cada Diócesis, el tercer domingo de adviento se abrirá una puerta santa: la puerta de la misericordia de nuestro Dios.

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