17 de mayo de 2019

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La Iglesia, madre y maestra

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NOTAS PARA EL RETIRO
Mayo 2019





La Iglesia, madre y maestra


“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19,25-27). La maternidad de María, no sólo sobre Jesús, sino sobre toda la Iglesia, ha sido reconocida por la misma invocando pasajes como el de la traditio en la crucifixión. Si Judas es modelo de una mala entrega del Señor, María es modelo de la entrega buena. Desde aquella hora, la entrega de Jesús a la Iglesia en María, se convierte en el principio de que aquella misma asuma la maternidad y la enseñanza propias de la mujer.

Sin duda que la contemplación de este pasaje atraviesa la pura temporalidad: en la entrega a la Iglesia de María como madre ya se anuncia la entrega de la Iglesia como madre a cada uno de nosotros. Su maternidad está en germen en esa entrega que manifiesta además cómo aprende el cristiano a seguir a su Señor: por medio de la cruz. En ningún otro sitio la enseñanza es tan honda y la maternidad tan viva como al pie de la cruz. Por eso, cuando el cristiano quiere entender su relación con la Iglesia, no puede hacerlo sin estas dos cualidades y sin esta condición: Así, nosotros podemos preguntarnos: 

¿Me dejo enseñar junto a la cruz? ¿Acepto como enseñanza el misterio de la cruz del Señor? ¿Entiendo las enseñanzas de la Iglesia como una forma de vincularme con Cristo y con su madre, o dudo? ¿Recuerdo en las dificultades que el Señor “aprendió, siendo Hijo, a obedecer”?

Ya en el siglo II, encontramos un testimonio en Eusebio que se refiere a la Iglesia como “nuestra madre virginal”. Infinidad de testimonios se refieren así a María. En la liturgia hispánica encontramos un texto precioso que establece ese mismo paralelismo y que nos sirve para el retiro de hoy; en el prefacio de la misa de Navidad dice así: “María engendró la salvación de los pueblos, la Iglesia a los pueblos. Aquella llevó en su vientre a la vida, ésta el bautismo. En los miembros de aquella Cristo tomo carne, en las aguas de ésta nos revestimos de Cristo. Por aquella el que ya existía nació, por ésta el que se había perdido ha sido encontrado. En aquella el redentor de los pueblos recibió la vida, en ésta los pueblos reciben la vida. Por aquella vino el que iba a quitar los pecados, por ésta ha quitado los pecados por los que vino. Por aquella nos lloró, por ésta nos ha curado. En aquella se hizo niño, en ésta gigante. Allí hubo llanto, aquí triunfo. Por aquella se manifestó como criatura, por ésta ha subyugado a los reinos. A aquella le encantó la alegría del niño, a ésta la enamora la fidelidad del esposo”.

En ese juego de poner en paralelo a la Virgen María y a la Iglesia, encontramos suficientes comparaciones como para este retiro: la capacidad de engendrar por la acción de Dios en una y otra, por el vientre y la fuente bautismal, para la salvación. La maternidad de la Iglesia, por tanto, queda iluminada por la de María: ella ha engendrado al Salvador, la Iglesia nos lo da hoy y, por tanto, nos hace partícipes de su salvación. Esta salvación se realiza, además, por la encarnación del Hijo. La dinámica de la encarnación nos muestra la forma en la que nosotros, hoy, acogemos lo que Él hizo: Él se hizo pequeño, y se manifiesta su grandeza.

¿Cómo vivo mi ser en la Iglesia? ¿Contemplo la experiencia de Jesús y María para elegir su forma de servir, siempre como camino de abajamiento y humildad? ¿Vivo mis responsabilidades en la Iglesia con más motivo como causa de “hacerme pequeño”? ¿Me fío del cuidado que la Iglesia ejerce conmigo, como madre providente?

El cuidado de María es maternal porque ella da al Hijo de Dios todo lo necesario para nacer, para hacerse hombre, para propiciar una madurez humana; el cuidado de la Iglesia es maternal porque ella proporciona, no solamente la vida divina, sino también el don del Espíritu para crecer siempre por ese camino de santificación. Así, el prefacio, al recordar cómo Dios Padre ha adornado a María para ser Madre de Dios con todo tipo de virtudes, también advierte de estos dones de santificación que el mismo Cristo, el Esposo, ha dejado en la Iglesia, para que ella pueda ser considerada madre también por darlos a sus hijos, los cristianos: “El esposo, es decir Cristo, ha dado a su esposa, la Iglesia, el don las aguas vivas, para que se lavase en ellas una sola vez para agradarle. Le ha dado el óleo de júbilo, como oloroso ungüento de crisma con que ungirse. La ha llamado a sentarse a su mesa, la ha alimentado con flor de harina, la ha saciado con el vino agradable. La ha vestido con el manto de justicia, y con ropajes dorados por las diversas virtudes. Ha entregado su vida por ella, y el que ha de reinar vencedor le ha otorgado como dote los despojos de la muerte que asumió y a la que venció. Él mismo se ha dado a ella como alimento, bebida y vestido; le ha prometido que se le dará como reino eterno y le ha ofrecido como recompensa sentarla a su derecha como reina”. 

Todo esto es un misterio a contemplar: a veces buscamos ir demasiado rápido a nuestra vida, sin pararnos primeros en el marco con el que Dios la ha preparado, y ese marco es un marco familiar, donde experimentar el calor de la maternidad y del magisterio, de ser cuidados con la palabra y el gesto en la liturgia, con la palabra y el criterio de la Tradición eclesial. En la Iglesia Cristo ha dejado todo lo necesario para que podamos vivir la vida en ella como camino de santidad. Ciertamente, no todo en ella es santidad, sino que la santidad se va haciendo en ella, de una forma misteriosa, pues en ella vemos cada día la debilidad de los hijos engendrados a la fe. Para poder valorar bien estas debilidades que nos vienen a la mente, que nos hieren el corazón, que nos ponen en duda lo mejor de nuestra casa, tenemos que tener presente el ámbito tan rico de amor y de dones que Cristo ha previsto: 
¿Agradezco el cuidado de los sacramentos, el don del Espíritu como fruto pascual de la entrega amorosa de Cristo por mí? ¿Valoro cuándo la Iglesia administra con cuidado y rectitud, como hace una buena madre, los dones –sacramentales- que se le han entregado, o busco sólo mi propio beneficio? ¿Me dejo cuidar, me dejo formar, cuando el Señor busca tocar mi corazón por la fe de la Iglesia?

Ver cómo Cristo ha adornado a la Iglesia, como la ha preparado para mí, no debe dejar lugar a dudas, cuando las cosas se me hacen más difíciles, en medio de tremendas dudas o paradojas. A veces, cuanto más necesitamos el bien, más razones nos aparecen para dudar, cuanto más nos estamos esforzando por el crecimiento del Reino de Dios, en nuestro grupo, en nuestra parroquia... menos frutos captamos.

Entonces, en medio de la contradicción, la Iglesia tiene que aparecer desde su fundamento para serenarnos y vencer nuestras resistencias. Así, el Señor “ha concedido a la Iglesia cuanto había concedido a su Madre: ser fecunda, sin ser violada; dar a luz, permaneciendo intacta, a él una vez, a los demás siempre; recostarse como esposa en el tálamo de la belleza y multiplicar los hijos en el seno amoroso; ser prolífica por sus hijos sin haberse manchado por la concupiscencia”. Ciertamente, Dios provee, cuidad de nosotros, sus hijos, y lo hace por medio de nuestra madre, que es la Iglesia, madre con debilidades, pero con todo lo necesario para que podamos crecer en ella con confianza y alegría.

Dios concede a la Iglesia, en todas las circunstancias, lo que esta necesita. Y tenemos una garantía de que hace así: lo ha hecho en María. Todo lo que Dios ha dado a María era un anuncio de lo que iba a conceder a la Iglesia, de lo que iba a poner a nuestra disposición. Incluso cuando me cuesta verlo, cuando la debilidad del pecado oscurece el poder de Dios, la belleza en los dones con los que Dios ha revestido a María, está también adornando a la Madre Iglesia. Así, el mismo adorno hace de ella no sólo madre, sino también maestra, que nos enseña hasta dónde llega, y cómo, el poder de Dios. Por eso la Iglesia acoge siempre, porque en la debilidad encuentra el adorno bello de la acción divina, y recuerda las palabras del Señor: “Conmigo lo hicisteis”. El amor a la Iglesia, entonces, refleja el amor con el que Dios la ha preparado, y ayuda al creyente a dar un paso adelante en su relación con Dios, descubriendo la necesidad del agradecimiento para poder vivir en la Iglesia, para poder sentir con la Iglesia, para poder entregarse a la manera de la Iglesia... y de María.


¿Qué he recibido de la Iglesia? ¿Quién se ha entregado a mí, ha dispuesto para mí lo mejor que ha sabido, que ha podido, tantas veces? ¿Dónde he ido a encontrar, de la forma más insospechada, el consuelo y el alimento necesario en ella? ¿En qué situaciones me cuesta más creer, más hacerme fuerte en ella, y cómo venzo mis reticencias? ¿Pido el don de la fe y el de la caridad para aceptar sus debilidades, pero a la vez buscar cómo mejorarla, agradecido por todo lo que me da?

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