4 de noviembre de 2018

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La Iglesia como sacramento

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Noviembre 2018



La Iglesia como sacramento


Desde aquel primer domingo junto al resucitado, en el que los dos de Emaús comprendieron que la eucaristía les vinculaba directamente con el grupo de la primera comunidad, la primitiva Iglesia, no hay posibilidad de entender la eucaristía fuera del ámbito eclesial. Y, al contrario: sólo dentro de la Iglesia tiene sentido acercarse al alimento eucarístico. El pasaje de los discípulos de Emaús (Lc 24) puede servirnos para la oración de esta tarde, pues ya en aquellos estaba la Iglesia, pues fueron invitados a la mesa del Señor cuando, “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista” (Lc 24, 31-32). La experiencia espiritual de la Iglesia nos ha hecho entender que acercarse a la mesa del Señor debe hacerse con una preparación en la escucha y explicación de la Palabra divina, y esa preparación tiene por contenido reconocer la presencia del Señor en el alimento y en la Iglesia que lo entrega. En ambas. La comunión se establece en el alimento con el Señor y con la Iglesia que lo prepara y recibe.

¿Experimento, cuando comulgo, la comunión con toda la Iglesia, o vivo la comunión como algo íntimo y personal? ¿Reconozco en mi “Amén”, un sí no solamente dado a Jesucristo, sino también a la Iglesia, al Cuerpo de Cristo? ¿Es mi deseo, como miembro de la Iglesia que comulga, responder al Señor “Amén”, y junto con Él a la Iglesia y a sus necesidades?

Tal y como explica Henri de Lubac en su Meditación sobre la Iglesia, análogamente a como Jesucristo es el sacramento del Padre, así la Iglesia es sacramento de Jesucristo. Así como su humanidad le sirve al Hijo para comunicar la vida divina, también a la Iglesia su humanidad le sirve para comunicar la gracia de la divinidad que recibe por el Hijo. Es por eso que, al ser signo de otro ser, de algo diferente, ha de ser atravesado totalmente, ha de ser aceptado y superado en camino hacia el ser divino con el que comunica, al que hace referencia. Además, al tener esa relación esencial con el ser de Dios, no puede ser rechazado de ninguna manera, pues rechazar al signo es rechazar aquel con el que se relaciona. La Iglesia, entonces, ha sido fundada por Jesucristo para comunicar a los hombres la voluntad y la gracia del Padre, y de esa manera unir a los hombres con Dios. Cuando Jesús advierte a los suyos en el evangelio de que “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14), no solamente advierte de su ser sacramento, sino también de aquello en lo que se convierte quien se ha comunicado con el Hijo por medio de la Iglesia.
Esto es la Iglesia en su esencia, esto es lo que, por encima de cualquier otra cosa, debemos buscar en ella cuando participamos en su vida de caridad, o en su vida sacramental, o recibimos de ella formación. Que nos comunique al Padre, que tengamos la certeza de estar entrando en el misterio que Dios ha fundado para vivir verdaderamente con Él, alejados de todo subjetivismo o de toda invención humana. La tarea de la Iglesia es, entonces, representar a ese grupo de los pocos por los que Dios quiere salvar a los muchos. Y así, cuando se habla desde antiguo de la necesidad de la Iglesia para la salvación, o de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, podemos entender bien que se refiere a que toda salvación viene por Jesucristo, e inseparablemente, por aquellos que han aceptado el don de Cristo, esto es, la comunidad de la Iglesia.

¿Reconozco el ser de la Iglesia y su autoridad como originada en Cristo, no en el deseo de hombres? ¿Cómo me resulta más fácil reconocer la acción de Dios? ¿En qué acciones de la Iglesia vivo mejor el ser comunicación objetiva de Dios a nosotros? ¿Cuáles son las mayores dificultades que me encuentro para confiar en ella? ¿Cómo las supero?

Es cierto que la religiosidad de nuestros tiempos es especialmente antiinstitucional, que rechaza todo lo que pueda parecer organizado y autoritario, cualquier forma de orden instituido y que venga de fuera, y que se apoya fundamentalmente en una espiritualidad subjetiva, sentimentalista. Así, la tentación de la intimidad como criterio básico de relación con Dios es muy fuerte: el individualismo, al margen del sacramento de la Iglesia, al margen de su objetiva enseñanza, organización y gracia, invita a “construir” una relación con Dios en lo profundo del ser, como pura interioridad.
Sin embargo, en el sacramento de la Iglesia hay visibilidad, hay objetividad, hay una comunión que llamamos eclesial propiciada no por nuestra tarea, sino por el don del Espíritu Santo, el consolador enviado por el Hijo. Así, podemos decir que la Iglesia no estorba a la buscada intimidad, sino que más bien la asegura, porque la crea en el espacio que Dios ha dispuesto para ello, y no en el que fuerza el hombre. Ante la tentación del vacío, de los dioses falsos, de la apariencia, la Iglesia está unida a Cristo porque ha sido llamada a permanecer en Cristo como Cristo permanece en el Padre (Jn 15) y, por lo tanto, a crear una relación más allá de lo que por nosotros podemos conseguir. Cuando el hombre tiene la tentación de salir del sacramento, de construir esa relación más allá del ámbito eclesial en el que el Hijo ha establecido esa relación, el riesgo grande es acabar fuera de la comunión con Cristo y con el Padre. Es cierto que el desánimo, o, al contrario, un ánimo descontrolado, que la belleza de la Iglesia o su pecado y escándalo, pueden hacernos pensar que no necesitamos de su ayuda, y, sin embargo, solamente volviendo a las palabras del Señor entendemos que la relación con Él pasa por nuestro ser en ella.

¿Vivo mi fe en el Señor de forma demasiado desencarnada por momentos, abstracta, sin concretar mi ofrenda? ¿Me desmarco de la Iglesia en lo que no me gusta o la defiendo como mi madre, como la que me une a Dios? ¿Experimento el escándalo dentro del misterio, lo acojo con humilde deseo de comunión? ¿Qué lugar tienen los sacramentos en mi vida, cómo me transforman y me vinculan más a mi comunidad parroquial?

Pero el hecho de fijarnos en la sacramentalidad de la Iglesia, nos permite también tomar conciencia de que lo concreto hace referencia a una comunidad, a una diócesis. La celebración de la eucaristía, sin ir más lejos, manifiesta la comunión que se da entre los miembros de la Iglesia, pero en una comunidad concreta. Así, los antiguos entendían que cada cual pertenece a la comunidad en la que comulga. La comunión sacramental era signo, y más aún, causa eficiente, de la comunión en la comunidad de la Iglesia. Existe un vínculo entre el que comulga y, no solamente el obispo y el papa que han sido nombrados en la misma celebración, sino con la comunidad que confiesa en un determinado lugar su fe y la muestra comulgando.
La palabra “sacramento” significa así que Dios no quiere ser el sujeto exclusivo de la salvación, sino que quiere necesitar a la Iglesia de tal modo que esta no sea solamente un instrumento pasivo, un elemento simbólico, sino quien contraiga la alianza para la mediación de salvación del Señor en un determinado lugar, en unas determinadas condiciones históricas, en un determinado tiempo. Esta concreción histórica ha de ser también muy práctica para nosotros, que podemos preguntarnos:

¿Cómo es mi implicación en la celebración eucarística en la que participo, cada día, o cada domingo? ¿Entiendo que, más allá de mis gustos o de mi intervención, participar en una eucaristía en concreto, me une con una comunidad? ¿Se convierte esa comunión que recibo, esa comunidad que me acoge, en parte de mi vida, de mi oración, de mi vida de fe? ¿Vivo la llamada a comulgar como una llamada a ser parte de la comunidad parroquial y de la comunidad diocesana? ¿Estoy disponible para colaborar si somos pocos, si otros no quieren participar, tanto si ayudan como si no?

El protagonista de esa comunión es siempre el don del Espíritu: con la efusión del Espíritu Santo, la constitución de la Iglesia y de su ser sacramental están completos. La Iglesia es el testigo directo que manifiesta que los tiempos de Cristo son también los tiempos del Espíritu. Por su acción, Cristo es glorificado y la Alianza entre Dios y nosotros nos santifica.
Esa unidad entre el Hijo y el Espíritu que se vive en la Iglesia nos lleva a repetir con san Juan Crisóstomo: “¡No te separes de la Iglesia! Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salud es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más dilatada que la tierra. Ella nunca envejece: su vigor es eterno”. Ciertamente, uno puede experimentar en ella el desánimo, la decepción y la incomprensión; puede experimentar incluso la persecución, pero esta, lo sabemos bien, ya nos enseña el Señor en las bienaventuranzas, une profundamente con Él. Es un proceso de configuración con Cristo que reclama, en todo momento, ejercicio maduro de discernimiento, para no estar remando equivocadamente y confiando en nuestras fuerzas más que en el Señor. La paciencia y el silencio amoroso, lejos de separarnos del Señor y de su Iglesia, nos configuran profundamente con Él y la hacen crecer en el amor a ella, con lo que siempre serán buenas compañeras de peregrinación.

¿Pido el don del Espíritu Santo para discernir cuando difiero de la Iglesia? ¿Pregunto, no para crecer en mi convicción, sino para crecer en la comunión con la verdad de Cristo? ¿Sé pasar de lo invisible del Espíritu a lo visible de su acción en la Iglesia? ¿Con quién puedo decir que cuento para que me enseñe los caminos del Espíritu, no según mi gusto sino según el evangelio?

Ciertamente, en ese camino de vivencia de la fe de la Iglesia, a veces de dificultades, también existen luces que pueden llegar incluso a deslumbrarnos, como puede suceder cuando uno conoce la grandeza de la humanidad creyente, o su orden estructural, o su conservación milenaria, o la herencia helena y romana, su impulso a las artes, la belleza de su liturgia o su profunda influencia en tantas civilizaciones...
Sin embargo, en esas situaciones es necesario no dejarse llevar por lo que es mérito humano, todo con un fin temporal, y admirarse por lo que es misterio de la fe, auténtico mérito divino. Así evitaremos toda tentación de desviación, de apoyarnos en las causas puramente personales. Ciertamente, Jesucristo se ha hecho visible en la historia, y eso nos pone a nosotros ante la tentación de las facilidades que nos ofrece lo concreto y visible, pero esto nos ha de llevar siempre a la experiencia del amor invisible:

¿Purifico constantemente mis intenciones con respecto a la Iglesia? ¿Acojo su bien como signo de su fundador, su mal como debilidad que los creyentes tenemos que convertir desde nuestra propia vida? ¿He vivido la debilidad de la Iglesia y la he hecho parte de mi vida, o he renunciado a ella? ¿Amo a la Iglesia por lo que es, no por lo que tiene?.

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