Abril 2019
Tentaciones con respecto a la Iglesia
Henri de Lubac dedica un capítulo entero de su Meditación sobre la Iglesia, el octavo, a exponer una serie de actitudes que pueden hacer que el mismo cristiano encuentre dificultades cada vez mayores para seguir a Jesús en la Iglesia. Básicamente, ninguna de todas las que emplea ha perdido actualidad, todas siguen sucediendo hoy, no muy lejos de nosotros... quizás en nosotros mismos. Por eso, este retiro quiere hacer crecer en nosotros el amor a la Iglesia, un amor que no está en función de lo bien que hacemos las cosas, en función de la buena respuesta a las dificultades que plantea la sociedad hoy, etc.
Si vamos al principio, podemos ser conscientes de algo que enmarca nuestra reflexión: es Cristo el que elige a los Doce para iniciar la Iglesia, Cristo que sabe lo que hay en el corazón de cada uno. De ellos, de nosotros mismos, de los que vengan... Cristo no es un irresponsable, sino que mira como lo hace el Padre, sabe que el que ofrece la santidad a los hombres es Él, que la santidad no sale de nosotros sino de la fuente, que es Dios, el Santo. A nosotros nos toca acoger, recibir, contemplar, si queremos después poder comunicar el Reino de Dios y su justicia.
Puede ser bonito comenzar leyendo Mc 3, 13-19, la llamada de los Doce. Jesús elige a los Doce y les confía una misión inmensa a pesar de sus debilidades, contando con sus debilidades. Une su voluntad a la del Padre, y en esa comunión llama a los suyos. Para esa misma comunión llama a los suyos. Es evidente que el misterio de la Iglesia, que no es una asociación puramente humana ni nacida de la voluntad de los hombres, sino de Dios, solamente se podrá afrontar y acoger en la medida en que uno recuerde esta misteriosa llamada:
¿Reflexiono sobre las cosas que suceden en la Iglesia, las buenas y las malas, desde esta perspectiva del misterio de Dios? ¿Reconozco que estar en la Iglesia parte de una llamada, llamada de Dios hacia mí, hacia cualquiera de nosotros, inmerecida, siempre gratuita, para todos gratuita? ¿Cómo afronto lo que me gusta y lo que no de la Iglesia de la que formo parte? ¿Lo veo en ejemplos concretos?
En Cesarea de Filipo, allí donde Pedro acababa de reconocer que Jesús era el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 13-20), el misterio del Dios hecho hombre que llama a los hombres a una comunión con Él, es el lugar donde, justo a continuación, el Señor tiene que corregir a Pedro por negarle el camino de la cruz. Esta es una tentación habitual en los cristianos: Reducir la causa de la Iglesia a la propia, como si unirme al grupo de Jesús significara que de pronto todas mis ideas, mis pensamientos, gustos y razones quedaran canonizadas, fueran perfectas, a seguir por todos. Es el peligro de querer sumar la Iglesia a mi causa, con la seguridad de que mi causa es la que ha de ser en la Iglesia.
Pedro, que tiene una visión sensata de Jesús y su camino, no tiene una visión del misterio de salvación y la forma de realizarse este, por medio de la muerte y resurrección, del misterio pascual. Pedro, que busca el bien de todo su grupo, y el bien de su maestro, no duda en corregirle para que comprenda que su camino de dolor es impropio, equivocado. Permanece oculto a Pedro, con esa visión reducida, el camino de abajamiento comenzado por Cristo en la encarnación y que le llevará a la cruz. O el misterio de la Iglesia abre constantemente nuestro entendimiento, nuestra visión de la fe y de Jesucristo, o nuestro esquema de Dios y de la religión no alcanzará a poder afrontar las desgracias y humillaciones que la Iglesia sufre por sus miembros y por el pecado.
Ciertamente, no se trata de cerrar los ojos a las debilidades, a las insuficientes decisiones, fuerzas, etc, que vemos y que, a menudo, son reales, ni tampoco se trata de no sufrir por todas esas deficiencias. No se trata de ponerse una venda en los ojos que tape cierta realidad de lo que la Iglesia es y hace. Se trata de mirar todo ello desde la realidad de la humanodivinidad de la Iglesia, fundada por el Dios hecho hombre, fundada para hacer Dios a los hombres. En un camino en el que el único sitio propio desde el que mirar la realidad de la Iglesia es poniéndose, como Cristo le dice a Pedro, tras Él y creyendo. A partir de ahí se toman las decisiones correctas.
Esto es muy importante, porque la tentación es la distancia: ponerse aparte, como si uno fuera de la Iglesia, pero una cosa diferente. “Estos son los que se equivocan, yo soy quien se da cuenta de las cosas”. Nada más lejos, el Señor se da cuenta: sólo contemplándole a Él se acierta a discernir. En el discernimiento a la luz de Jesucristo, el hombre aprende a reaccionar, a responder en función de la gracia y la justicia, del amor y del perdón, del camino hacia arriba y de la ayuda del Señor. A veces, nuestra causa no es la causa de la Iglesia, y eso ha de ser discernido con sabios criterios iluminados por la gracia del Señor.
Gran cantidad de santos han padecido en su vida por causa de un Papa, un obispo, unos hermanos en la congregación, una comunidad, en general, que no les ha sabido comprender, y, sin embargo, estos han sabido aceptar, desde la humillación y la fe profunda, las diversas desgracias que les han sobrevenido: ¿cómo ha sido posible? Han amado más a la Iglesia que a ellos mismos, han confiado más en la Iglesia que en ellos mismos, y aún en el error, han sabido permanecer en la verdad de Dios.
¿Tengo la tentación de ser yo el que ilumine a la Iglesia, al obispo, al párroco, a los catequistas, al coro, a mi grupo de revisión de vida, sobre cómo han de hacer las cosas? ¿Lo hago desde la sabia reflexión o desde la humilde colaboración? ¿Discierno, no sólo para saber si decir o no, sino también para aprender a recibir las respuestas? ¿Me desmarco del grupo, de la parroquia, de la diócesis, cuando yo no veo lo que se dice?
Complementa bien con esta otra tentación que de Lubac expone en su ensayo: la tentación de la crítica. Vivimos nuestra vida con un afán indispensable de lucidez. “Se podía haber vendido ese perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres” (cfr. Jn 12). El riesgo de un poco de luz es pensar que ya somos los que la tenemos toda y siempre. Es por eso que Jesús tiene que reconducir el signo para que no se malinterprete: “Déjala, lo guardaba para mi sepultura”.
Comprender la Iglesia como un camino de inteligencia al margen del amor verdadero es una equivocación también habitual. Siendo lo blanco, blanco, y lo negro, negro, todos estamos llamados a hacer un camino de conversión en nuestra vida cristiana que vaya iluminando lo que sabemos y lo que no, lo que vivimos y lo que no, que siempre ha de ser un camino de humildad, de seguimiento realista y sincero del Maestro.
Cuando la Iglesia es humilde en sus hijos, se hace más atrayente que cuando en ellos domina el afán demasiado humano de ser respetados. En ese estado de lucidez en el que a veces nos encontramos los cristianos, todo se convierte en materia de ataque, de denigración. Nuestra interpretación suele ser peyorativa, dejándonos llevar por la cuesta por la que suavemente, bajo apariencia de luz, nos hemos deslizado, en la que la soberbia, o una cierta verdad, se convierte en anzuelo por el que caer en la mentira, en la falta de amor. Es el peligro de entender la obediencia como una recomendación para los que no saben, de la que los que saben están exentos: ciertamente, es justo al revés, cuanto mayor es el conocimiento, la profundidad en lo que vemos y vivimos, más necesaria se hace una concreta obediencia, como han enseñado los santos en la Iglesia.
La propuesta de Judas es interesada, como dice el evangelio, porque no tiene en cuenta el misterio pascual en el que Cristo se está sumergiendo: como Pedro, tampoco ha sido capaz de ver que ese misterio de abajamiento ha de realizarse, ha de anunciarse. Ha preferido una visión más superficial, sin entender que el camino de verdad se realiza siempre acogiendo el misterio pascual, por la muerte y resurrección, es decir, que no consiste en hacer cosas, tampoco en saber cosas, sino en entrar con Cristo en un misterio de comunión en el que somos discípulos: es el Señor el que nos conduce en la Iglesia, a través del pecado y la debilidad, hasta la gloria pascual.
¿Cómo afronto lo que sé y vivo en la Iglesia, como fuente de comunión o de división? ¿Sé sacrificar mis intenciones y visiones cuando así se me pide o lo requieren las circunstancias? ¿Discierno mis verdades con el Señor y la Iglesia, y acepto contrastar mi visión de las cosas? ¿Acepto con fe ser guiado, ser enseñado, ser corregido, sólo si no tengo razón, o acepto, como Cristo, un camino de humillación y abajamiento, siendo Él la misma razón?
La vida en la Iglesia siempre nos tiene en una contradicción constante. Pero las paradojas y antinomias en la misma no nos han de conducir al alejamiento, sino a la verdadera fe y a la comunión en la Iglesia. Por eso, conviene volver constantemente a nuestra llamada a la fe, a nuestra entrada en la Iglesia por pura gratuidad, a nuestro seguir a Cristo iluminados con su luz. Así, lejos de afrontar estos tiempos con la tentación de alejarnos de la Iglesia, podremos fortalecer en ella nuestra confianza en la llamada del Señor, que no ha buscado nuestra felicidad por libre, a nuestra manera, sino en la Iglesia y por la Pascua.
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