Febrero 2019
La misión de la Iglesia
Te pedimos, Dios todopoderoso, que tu Iglesia sea siempre un pueblo santo reunido en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que manifieste el misterio de tu santidad y de tu unidad al mundo y lo lleve a la perfección de tu amor. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
La liturgia de la Iglesia reza de esta manera, consciente de que su misión en el mundo le ha sido dada por la santa Trinidad, que es además quien la sostiene. La Iglesia, con su acción evangelizadora, refleja visiblemente el amor y la acción de la Trinidad, de tal manera que quien quiera acercarse a la Iglesia, atraída por su palabra o su sacramentalidad, se encuentre con la santidad de Dios. Para entender cómo es la acción evangelizadora de esta, nos fijaremos en los números 2-5 de Lumen Gentium, donde el Concilio explica cómo se lleva a cabo esta misión y qué nos dice sobre Dios y sobre nosotros; más aún, qué nos dice hoy, en este momento de nuestra vida, sobre nuestra misión en la Iglesia.
LG 2 expresa la acción del Padre en la misión. Allí encontramos cómo el querer de Dios conlleva de inmediato el hacer de Dios. Por eso, Dios es quien dispone los auxilios necesarios para la salvación. Es un Padre que ve las necesidades de sus hijos, desde Adán al más pequeño de nosotros, y busca darnos su vida. Dios es providente, Dios es firme en su decisión, y no se retrae ante las dificultades o cambia de planes. Nuestra disposición ha de ser siempre la misma, siempre dar a conocer el evangelio. Esa disposición se manifiesta en nuestras decisiones, propias de quien quiere hablar, con su vida, del evangelio. No basta decirlo en mi grupo, o en mi oración, o a mi confesor: en mis palabras, en mi forma de tratar, se debe ver claramente mi determinación por la obra de Dios.
Para ello es necesaria una valiente humildad, que es la actitud propia de quien se sabe llamado por Dios a la misión no por méritos propios, sino por puro don, que lo hace capaz de decir aquello que es proféticamente oportuno en cada momento, y caminar siempre mirando hacia adelante. Así, se reconocerá en nosotros el hacer del Padre, que no se echa atrás. Está convencido de la misión. Yo tengo que vivir con ese mismo convencimiento de la misión, sabiendo que cualquier circunstancia que me toque vivir es una oportunidad de mostrar el amor providente y fiable de Dios, que nos invita e invita a otros a acercarse a Él.
¿Relaciono con Dios cualquier circunstancia que me sucede? ¿Sé de la presencia del Padre en mi vida? ¿Intento permanecer siempre a su vista, o le escondo ciertas cosas, ciertos temas? ¿Afronto las cosas de la vida, y lo hago desde la perspectiva divina? ¿Hago las cosas a mi manera o intento escuchar y obedecer a lo que el Padre espera de mí para bien de la misión?
En LG 3 se explica la misión del Hijo: esta tarea evangelizadora del Hijo tiene un destino concreto, que es hacer que los que crean en su Palabra sean hijos en el Hijo. Hacernos sus hijos es la forma de darnos en derecho parte en lo que es del Padre. Darnos la gracia divina, el ser de Dios, es posible si somos sus hijos. Es Jesucristo el que, con amor de hermano, no se avergüenza de nosotros, que dice Hebreos, sino que nos hace tomar parte en el don de Dios. Esta referencia de ser hijos en el Hijo es necesario para saber en qué consiste la misión: no hacemos amigos, compañeros, colegas, no es un negocio nuestro la Iglesia ni la evangelización, no es para nuestro beneficio particular, para nuestro grupo, sino para que el Padre tenga nuevos hijos a los que hacer partícipes de su heredad.
Para ello, es necesario conducir a los que anunciamos la fe hacia los sacramentos. La vida sacramental nos pone en contacto con la fuente de la gracia, pero además nos introduce en el misterio de la cruz, de tal forma que cuando nos toca vivir -¡tantas veces en el día a día!- el misterio del dolor, del sufrimiento, de la injusticia o la soledad, nos sabemos unidos al Hijo y preparados para recibir el don del Padre. Así, la tarea de anunciar el evangelio no es inventar un club muy divertido, no es invitar a otros a cosas muy entretenidas y a una vida sin complicaciones. Al contrario, anunciamos a Cristo, muerto y resucitado. Y con Él, anunciamos nuestra vida de muerte y resurrección. No puede haber engaño o disimulo en nuestro anuncio. El Dios que es todo amor se ha revelado por el misterio de la cruz.
¿Disfruto de los dones de los hijos de Dios? ¿Agradezco al Padre su voluntad de compartir su ser conmigo, me reconozco como hijo de Dios en las dificultades de la vida, o ando buscando siempre otros consuelos, otras alegrías que dulcifiquen los sinsabores de la misión? ¿Qué me alegra cuando anuncio el evangelio, la de gente que me escucha, o haber participado en la misión del Hijo? ¿Cómo afecta a mi fe esta tarea?
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, centra la mirada de la Iglesia en LG 4. El Espíritu enviado para santificarnos, para estar en Dios. Fue enviado como consumación de la obra del Hijo, como principio de los bienes eternos que se nos han prometido. Es necesario, si queremos estar con Dios, si queremos vivir en la casa santa donde vive el Santo de Dios, ser santificados antes. No se puede entrar de cualquier manera, no se puede vivir en el fuego sin ser quemados por Él, salvo que seamos fuego. Eso hace el Espíritu. Por eso, el ardor es una cualidad propia de quien quiere vivir en la casa de Dios. Necesitamos que se note en nosotros la pasión por Cristo. La pasión no es una pose. Una pose se descubre en el pecado y nos deja en evidencia. La pasión es una mirada que busca constantemente la voluntad de Dios, sin excusas, sin atajos.
La acción del Espíritu en nosotros queda clara en LG 4, de manera que es fácil deducir si nosotros estamos llenos del Espíritu y si estamos participando apropiadamente en su misión: “Guía la Iglesia a toda la verdad, la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos”. Cada una de estas acciones del Espíritu, realizada por nosotros, es transparentar la acción divina. Por el contrario, cuando no las reconocemos, le estamos bloqueando. La acción del Espíritu, la acción evangelizadora, rejuvenecen la Iglesia, no por una cuestión de edad, sino porque suponen que le dejamos hacer, que no le ponemos trabas, ni “peros”, ni dudamos. Trabajamos, nos esforzamos, nos cansamos, pero tenemos la fuerza del joven que sabe que puede todo, no por sí mismo, sino por la fuerza de Dios.
¿Me veo inspirado para no preferir otras cosas sino estar en la casa de Dios, prefiero elegir lo que me conduzca hacia su casa? ¿Busco la verdad, siempre con la caridad, o me alegro solo de lo mío, sin tener en cuenta la unidad, la comunión? ¿Reconozco y discierno la acción del Espíritu en la Iglesia, o me dejo llevar por lo aparente, por lo llamativo? ¿Busco mi eficacia en la acción de Dios o en mi propia imaginación, en mi arte? En la parroquia, ¿voy a lo mío, con superioridad, o me confío al cuidado del Espíritu en la unidad del bien?
Por último, la Iglesia: aceptar la misión tan grande de este plan de Dios, que quiere a todos en su casa, comienza por reconocer la pequeñez de la Iglesia, nuestra propia pequeñez. Desde la pequeñez de un buen gesto con un amigo, de una palabra a un compañero de trabajo, un silencio ante quien quiere discutir… desde lo poco se construye una inmensa tarea, no desde lo grande y llamativo. He ahí la importancia de la fe para poder ser evangelizador. Ser enviados a la misión supone aceptar una pequeña tarea y afrontarla como si se tratara de un gran tesoro que uno tiene que gestionar, con ilusión, con una feliz mirada.
A veces nos pasa que hacer las cosas de Dios o como Dios quiere nos parece poca cosa. Queremos ser grandes, ser reconocidos en nuestro acierto, convertir con facilidad. Nada más lejos del ser de la Iglesia, del ser de Dios mismo. Nuestra esperanza está puesta en la segunda venida de Cristo. Allí se desvelará lo que hemos sembrado ahora. Aquí no tenemos nada terminado, ni la evangelización, ni la formación, ni la vida sacramental, ni la tarea de la conversión. Por eso, el cristiano que quiera participar en la misión de la Trinidad y transparentar algo divino, debe comenzar por aceptar su propia pequeñez y dejar obrar a Dios.
¿Vivo la misión del cristiano como un reto personal o como una colaboración que Dios me pide? ¿Hablo bien de la Iglesia con mi vida y con mis palabras, facilitando descubrir a otros cómo es Dios, cómo los busca? ¿Me pongo a disposición de la Iglesia para participar en su misión como ella necesite, o soy yo quien decido en cada momento lo que hago y lo que no? ¿Acepto el ser de Dios y su misteriosa forma de comunicarse, me reconozco unido a Él en el progreso y en las dificultades de la Iglesia?.
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