4 de marzo de 2019

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Estar en el mundo sin ser del mundo

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NOTAS PARA EL RETIRO
Marzo 2019



Estar en el mundo sin ser del mundo


En la oración sacerdotal que Jesús realiza en el capítulo 17 del evangelio según san Juan realiza una afirmación sobre el ser de los discípulos que conviene tener presente en todo momento de nuestra existencia creyente: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo” (Jn 17, 16-18). Esa elección para no ser del mundo se ha dado en nosotros en el bautismo donde, por el don del agua y el Espíritu se nos han abierto las puertas a una vida nueva en un mundo nuevo, ya iniciado, aún no presente en su plenitud.

Es algo extraño hablar así para nosotros, que contemplamos este mundo en que vivimos cada momento y lo consideramos nuestro lugar propio, donde nos suceden tantas experiencias diferentes, algunas decepcionantes, otras totalmente poderosas. Sin embargo, la palabra de Jesús sostiene nuestra visión de todo. Nos hace superar las cosas tal y como aquí las vivimos, y afrontar de modo distinto nuestro ser y hacer. Al haber sido hechos ciudadanos del cielo, parte del Reino de Dios, siempre lo primero para nosotros será buscar “el Reino de Dios y su justicia” (cfr. Mt 6, 33). Esto es muy conflictivo, en muchos sentidos. Vamos a ver algunos de ellos.

Al ser ese Reino algo invisible, que está presente en nuestros corazones, muchas veces podemos pensar que por no poner lo primero el Reino de Dios, no pasa nada. Podemos pensar que no tiene efectos inmediatos no elegir a Dios. Y así, vamos retrasando el lugar de Dios en nuestras decisiones, en nuestros gustos, en nuestros criterios... “no pasa nada”. San Juan Pablo II hablaba en Ecclesia in Europa de una “apostasía silenciosa” en nuestro mundo, en el que hemos ido diciendo que no a Dios y a su prioridad, al Reino y su justicia, por otras cosas o criterios aparentemente mucho más urgentes. En muchas ocasiones, por evitar una complicación, una explicación, una burla, podemos pensar que no hay problema en elegir según quiero yo, según quiere mi familia, según hacen los colegas del trabajo...

¿Me he descubierto diciéndome a mí mismo “no pasa nada” en ocasiones, quizás con demasiada frecuencia? ¿He compartido mi opinión o mi decisión con alguien con autoridad para contrastarme y corregirme si era oportuno? ¿O, al contrario, he sabido buscar quien apoyara mi decisión en caso de duda? ¿Veo el peligro de la comodidad, de hacer las cosas a mi manera, de hacerme del mundo sin serlo?

No podemos pensar que estamos en nuestro hábitat adecuado, no podemos pensar que nuestra existencia aquí será, entonces, un camino de rosas. Al contrario, siempre vamos a encontrar dificultades, pues este mundo no quiere que seamos lo que estamos llamados a ser, no está hecho para nosotros, sino para los que son de este mundo, para nosotros está hecho otro mundo, que no es este. Por lo tanto, lo primero a tener en cuenta siempre es que este mundo no nos encaja como un guante: si lo vivo así, sin tensión, sin una tirantez que le viene de más allá, es que me he acomodado, me he hecho a lo que no es. Uno puede adaptarse, vivir lo mejor posible, pero nunca estar perfectamente adaptado, ni pretender que así suceda.

La imperfección es un recuerdo de lo que esperamos, de hacia dónde vamos. Un signo, un sacramento del más allá, de nuestra verdadera casa. Y, sin embargo, y he aquí el misterio, este mundo en el que vivimos, no nos quita nuestras fuerzas, no puede acabar con nosotros a las primeras de cambio: aquí es donde tenemos que demostrar lo que somos, y ser santificados. Aquí entregaremos la vida, aquí nos tocará morir, pero como el Señor, entregando la vida voluntariamente. Es decir, poniéndola en acto. Este mundo es la ocasión para utilizar nuestras capacidades cristianas, las propias de sacerdotes, profetas y reyes. Y cuando se usan, se perfeccionan, crecen, nos realizan. Aquí nos difuminamos cuando actuamos como ciudadanos de este mundo. Podemos preguntarnos:

¿en qué me gusta este mundo y me cuesta separarme de sus costumbres, sus ritmos o modas? ¿dónde me siento más débil? ¿dónde o con quién me veo menos cristiano? Y, al contrario, ¿en qué situaciones veo que saco lo mejor de mi fe? ¿dónde me habla Dios en la conciencia para que manifieste lo que soy, porque mis acciones son dudosas?

La presencia de los laicos en medio de este mundo busca impregnarlo de la santidad de Dios, busca que, en las circunstancias y ambientes de todo el mundo, de la vida ordinaria, puedan abrirse “ventanas” que comuniquen con Dios. Cada laico es como una de esas ventanas que transparenta la luz de Dios en las acciones del día a día: por lo que elige, por lo que espera, por cómo afronta las situaciones, no es él mismo, sino Dios, el que se hace visible.

La tarea de santificar la vida se hace así, con la ofrenda de cada vida, de cada decisión, en la que se busca la alabanza divina, la gloria de Dios. Hacer santas las cosas de cada día, las tareas, las risas, los contratiempos, lo que queramos, es posible porque, con el don del Espíritu, podemos entregar a Dios, sacerdotalmente, no algo vivido, que es poco, sino toda la vida. Y así, en lo que para los demás es hacer cosas, para nosotros es alabar a Dios. A veces, ser sacerdote no es complejo, es iluminar nuestras decisiones para que sean incienso agradable a Dios, que cuanto más se consume, más lo recuerda, más lo hace presente.

¿Advierto la diferencia entre mi perspectiva cristiana y la de los que me rodean? ¿Me hace querer contagiarme de la suya, o me alegra ofrecerles una humilde posibilidad de preguntarse y acercarse a Dios? ¿Busco ofrecer mi vida a Dios por Él mismo, por ofrecérsela en los momentos alegres o difíciles, o esperando un intercambio por algo más? ¿Soy capaz de transformar, desde la humildad y la fe, un pensamiento o deseo soberbio en uno constructivo y agradable a Dios?

Uno de esos ámbitos en los que, actualmente, el cristiano vive un claro contraste con el mundo, es el de la justicia, de lo que es o nos parece justo, de lo que el mundo considera derecho o deber... el pecado introduce un desorden en el corazón y la mente de los hombres, en su capacidad de deseo y de elección, y la injusticia aparece constantemente a nuestro alrededor.

Por el contrario, el don de profecía recibido en el bautismo por acción del Espíritu Santo, nos pone constantemente ante la necesidad de defender la verdad de las cosas: “la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos” (GS 40). La luz de Cristo, profética, reveladora, infunde seguridad y valentía en el cristiano para dar testimonio en el mundo de la verdad de Dios, y así contribuye al bien común.

¿Me dejo llevar por lo que todos dicen o hacen? ¿Me veo valiente para dar un testimonio discordante con los que todos creen, y defenderlo desde los argumentos y con caridad? ¿Soy consciente de la importancia que tiene una buena formación para ello? ¿Distingo, tal y como enseña GS 28, entre el error y el errado?.

Por último, podemos fijarnos también en la función regia del laico en medio del mundo: consiste esta en un testimonio del amor de Dios, en la vivencia del primer y el segundo mandamiento como vínculo entre los hombres y elemento de unión entre los que conviven en una sociedad. Nuestras relaciones no están dominadas por la desconfianza, por el interés o por la tolerancia, sino por el amor: Un amor que alcanza, no sólo a los amigos, a los familiares, a los que nos caen bien, sino que alcanza a todos, a los que no conocemos e incluso a los que nos atacan y ofenden también.

Ese no es un amor propio de este mundo, sino que tiene su fundamento en la gracia que Dios nos concede en los sacramentos, gracia que en nosotros se transforma en un trato de caridad, no por actitud o por empeño, sino por acción divina. De ese amor fuimos revestidos en el bautismo, y no podemos renunciar a obrar según ese amor. Sin ese amor, dejamos de ser nosotros mismos, el hombre no encuentra un amor mayor, el amor de Dios, y no cree en Él, sino que se conforma con amarse a sí mismo y buscar su propia comodidad, en valorar sus propios aciertos y los daños que sufre por encima de todo lo demás, de las necesidades del prójimo o de la exigencia del perdón.

¿Amo como me interesa, como lo hace el mundo, o me niego a mí mismo sin mirar nada a cambio? ¿Vivo mi relación con los demás como algo interesado, para que me aplaudan, me entretengan, me den la razón, o experimento un amor de Dios paciente, que siempre disculpa y espera? ¿Busco con mi trato de caridad acercar el Reino de Dios al prójimo, soy capaz de reconocer mis errores justo por amor de Dios?


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