9 de enero de 2019

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Sentido de Iglesia

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Enero 2019



Sentido de Iglesia


Uno de los elementos cruciales a la hora de poder seguir a Jesucristo en la vida es la relación que se establece con su cuerpo, con la Iglesia. Entender bien esa relación nos hará crecer ante cualquier circunstancia que nos suceda, mientras que una relación equivocada puede hacer mucho daño incluso en las horas más felices de seguimiento del Señor. Por eso, el sentido de Iglesia permite al creyente afrontar la vida como cristiano, y hacerlo con la certeza de estar fortaleciendo el vínculo con el Señor y con aquellos que Él ha elegido como hermanos suyos.

En la Acción Católica, este don es un carisma propio: es lógico que sea así, en una asociación en la que los laicos buscan, organizadamente, de la mano de sus pastores, vivir el Reino en medio del mundo. Lo es porque este sentido de Iglesia sitúa la prioridad del seguimiento no tanto en la individualidad de la persona, como en el Cuerpo al que uno pertenece. Desde aquellos primeros discípulos que, en el evangelio de Juan, como hemos escuchado estos días pasados en los evangelios de Navidad, le preguntan al Maestro dónde vive, podemos entender que la relación que le proponen él la lleva al ámbito de la convivencia, de su ser social, de un cristianismo vivido en comunión.

Esto es muy interesante porque, en la vida de la Iglesia, tenemos la tentación constante de, aun con buena voluntad, hacer girar las cosas alrededor de nosotros mismos… y no es así, en la Iglesia no hago porque primero yo lo decido, sino que hago primero porque he recibido una llamada a ello. En la vida de la Iglesia, la prioridad es eclesial, porque yo me entiendo desde esa relación. Los discípulos de Jesús pueden entrar en su casa y ver donde vive no porque ellos pregunten, sino porque Él les invita a ir y quedarse, que es lo mismo que decir que Dios se revela no porque el hombre lo haya encontrado, sino porque Él se ha acercado a nosotros. La prioridad es una llamada: por eso, yo no decido dar catequesis, llevar el coro, hacer las cuentas de la parroquia como algo mío, sino porque la Iglesia así me lo ha ofrecido. Igualmente, yo no soy quien decido cómo cree, cómo celebra, o cómo vive el cristiano su vida: es siempre Cristo el que ilumina y, como buen pastor, propone, por medio de la Iglesia, cómo hacer. Así, la importancia de vivir formado, de seguir aprendiendo, de trabajar el corazón como órgano que busca la comunión, se acrecienta en la medida en la que lo hace mi compromiso eclesial. El sentido de Iglesia me guía para ordenar mi fe, y para reconocerla cuando se plantea adecuadamente o cuando no.

¿Reconozco la prioridad de Dios en mi vida en la Iglesia, en mi participación concreta en la parroquia? ¿O creo que nace de mi corazón generoso? ¿Creo que mi actitud es una respuesta a una llamada de Dios o a un tiempo que me sobra, o no? ¿Veo la delicadeza y el interés de Dios, que me llama y sabe a qué, para cada día o para siempre?

Por eso, si tomamos Juan 1 como referencia, veremos que el Maestro, el Hijo de Dios, tiene su casa, y que en esa casa celeste que abandona para hacerse carne, es donde quiere invitarnos a vivir a nosotros, a partir de una comunión preciosa con Él aquí, en nuestra vida, en la Iglesia. Puede ser una bonita experiencia profundizar en el retiro con el hecho de haber sido invitados a vivir en la Iglesia, a formar parte de ella, de su ser y de su hacer, a vivir en la Iglesia no como una estancia sin más, sino como una estancia en la que compartir la vida y la llamada que hemos recibido, que un día alguien nos ofreció –o que tantas veces nos es ofrecida-, en la Iglesia.

De hecho, esta es la experiencia propia de lo que somos nosotros, los hijos de Dios. Entrar en la Iglesia es entrar en nuestra casa, vivir en ella es vivir en nuestro hábitat natural, en el lugar para el que estamos hechos, en el que nos podemos mover libremente pues, como dice el Padre al hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, “todo lo mío es tuyo”. Al formar parte de la Iglesia, Dios pone a nuestro alcance todo lo suyo, hasta los más elevados bienes y los más deseados. Todo lo que hay en esta casa está a nuestra disposición: podemos dirigirnos al Padre, al Hijo, a la Madre, a los Santos… Dice Henri de Lubac para explicar este ser en la Iglesia que “podemos servirnos de la inteligencia de Santo Tomás de Aquino, del brazo de san Miguel, y del corazón de Juana de Arco y de Catalina de Siena… El heroísmo de los misioneros, la inspiración de los doctores, la generosidad de los mártires, el genio de los artistas, la oración inflamada de las clarisas y de las carmelitas, es como si fuésemos nosotros, ¡es nosotros!”.

¿Me siento en casa en la Iglesia? ¿En casa, no solamente por lo que se me ofrece, o por lo que se me cuida, sino también por cómo se me plantea crecer, avanzar, confiar…? ¿Advierto las comodidades, pero también las exigencias? ¿Vivo en esta casa, con la mirada puesta en la celeste?

Es cierto que en la vida de la Iglesia encontramos infinidad de antinomias, por las que no debemos pasar como si nada: tenemos que ver en qué nos fortalecen y en qué nos hacen dudar, cuales nos ayudan y cuales nos desaniman. Nos hablan de la santidad, pero no hacen más que saltar escándalos en la Iglesia, por no hablar de mis propios pecados; confesamos unidad, pero vamos cada uno a lo nuestro; tenemos que anunciar a los pobres, pero nos vence la tentación del éxito, la fama o el dinero; nos decimos peregrinos, pero no perdemos de vista comodidades que desearíamos en nuestro grupo o en nuestra parroquia. En ellas descubro, entonces, el sentido y el misterio de lo que es la Iglesia. En ellas descubro que el ser Iglesia no se acepta por mi iniciativa, ni por mi razón o mi cálculo, ni por mis grandes capacidades o aciertos, sino por aquel que la empezó, pues el fundamento de la Iglesia es también el fundamento de mi decisión, Jesucristo.

Así, puedo realizar el camino para pasar de las dudas a la fe, de la experiencia de separarme un poco, a la comunión; esta certeza hace decir a Pablo VI en Ecclesiam Suam: “Si logramos despertar en nosotros mismos y educar en los fieles, con profunda y vigilante pedagogía, este fortificante sentido de la Iglesia, muchas antinomias que hoy fatigan el pensamiento de los estudiosos de la eclesiología —cómo, por ejemplo, la Iglesia es visible y a la vez espiritual, cómo es libre y al mismo tiempo disciplinada, cómo es comunitaria y jerárquica, cómo siendo ya santa, siempre está en vías de santificación, cómo es contemplativa y activa, y así en otras cosas— serán prácticamente dominadas y resueltas en la experiencia, iluminada por la doctrina, por la realidad viviente de la Iglesia misma; pero, sobre todo, logrará ella un resultado, muy importante, el de una magnífica espiritualidad, alimentada por la piadosa lectura de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y con cuanto contribuye a suscitar en ella esa conciencia. Nos referimos a la catequesis cuidadosa y sistemática, a la participación en la admirable escuela de palabras, de signos y de divinas efusiones que es la sagrada liturgia, a la meditación silenciosa y ardiente de las verdades divinas y, finalmente, a la entrega generosa a la oración contemplativa”.

¿Las experiencias de cada día en la Iglesia, me fortalecen en mi ser Iglesia, no a pesar de las cosas, sino como parte de mi propio ser? ¿Reconozco la necesidad de profundizar en la naturaleza propia de la Iglesia, por sus relaciones, para afianzar mi fe y mis razones para creer? ¿Reacciono serenamente a las dificultades en la Iglesia, o lo llevo a un nivel personal donde es más difícil creer?

Y es que, así llegamos a otro punto a meditar en este sentido de Iglesia: no podemos ser cristianos sin la Iglesia, pero entendiendo bien a esta. La Iglesia no es una casa de habitaciones individuales, donde yo tengo la mía y nadie me molesta o me afecta, donde yo hago sin más. El riesgo de primar lo individual desvirtúa el ser de la Iglesia, mientras que el sentido de Iglesia fortalece la colectividad, el ser parte de un cuerpo. La casa del Señor es la casa de todos, en la que necesito a todos, no en la que los otros me importunan: todos necesitamos estar aquí y nos necesitamos aquí.

El sentido de Iglesia se enfrenta a las tentaciones del individualismo o del emotivismo, en nuestro grupo, en nuestras actividades, en la liturgia. No estoy aquí porque sienta algo, porque haya vivido algo sólo para mí, o a pesar de otros. El Señor nos llama a un misterio de comunión. El sentido de Iglesia hace que yo, o mi grupo, o mi asociación, o mi centro, nunca vayan al margen de la parroquia, de la Iglesia, se aíslen o se planteen objetivos al margen del resto.

¿Vivo la celebración eclesial como puerta abierta a todos, o donde otros me estorban, mejor que no estén? ¿Pongo por encima lo que siento de lo que creo? ¿Me sé agarrar, ante esa tentación, a la objetividad de la fe y la enseñanza de la Iglesia, o me dejo llevar por la comodidad de lo sentimental o lo privado? ¿Qué valoro más: lo que me toca el corazón, o lo que la Iglesia me enseña y ofrece? ¿Me dejo guiar por ese sentido de Iglesia para guiar a otros, o lo aparco para ganar a otros a mi causa?.

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