2 de diciembre de 2018

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La llamada universal a la santidad

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Diciembre 2018



La llamada universal a la santidad


Hace sólo unos meses que el Papa Francisco ha publicado, para toda la Iglesia, una exhortación, Gaudete et Exsultate, con la que vuelve a poner en el centro de la vida de la Iglesia la llamada a la santidad: “Sed santos pues vuestro Dios es santo”. A partir de aquí, pretendemos acercarnos con el retiro de este mes a una revisión de aquellos aspectos que, aparecidos en la exhortación, son considerados principales para la vivencia de la santidad que ya se nos ha dado, para que germinen.

Lógicamente, el punto de partida en una reflexión sobre la santidad ha de ser nuestro bautismo. En el bautismo recibimos el don del Espíritu Santo, que nos santifica, nos hace santos, transformándonos a la manera de Dios. Dice el Papa: “Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida” (GE 15). A Dios hay que dejarle hacer, porque así nos ha constituido, nos ha hecho criaturas nuevas, por el bautismo. Aprender a dejar hacer a Dios en nuestra vida es necesario para poder vivir una vida santa. Ante la tentación de querer llevarle por donde nosotros queremos, por donde más nos apetece o como más nos gusta que salgan las cosas, para nosotros es esencial, en un camino de santidad, reconocer que Dios va haciendo nuestra vida, nos parezca exitosa o de fracaso en fracaso: Él nos va construyendo, y así tenemos que aceptar que cambie nuestros criterios y gustos por los suyos.

Precisamente por eso, y también en relación con el bautismo, dice el Papa: “No se discierne para descubrir qué más le podemos sacar a esta vida, sino para reconocer cómo podemos cumplir mejor esa misión que se nos ha confiado en el Bautismo, y eso implica estar dispuestos a renuncias hasta darlo todo. Porque la felicidad es paradójica y nos regala las mejores experiencias cuando aceptamos esa lógica misteriosa que no es de este mundo, como decía san Buenaventura refiriéndose a la cruz: «Esta es nuestra lógica»” (GE 174). Esto significa que la cruz de Cristo, con la que fuimos configurados en el bautismo, no es solamente un signo, sino que es una decisión constante en nuestra vida. El cristiano que busca la santidad no busca triunfar, busca la cruz de Cristo; no busca su propia voluntad, sino la de Cristo en la cruz; no busca que los demás le agradezcan, aplaudan, busquen… sino la soledad y obediencia de la cruz. Esto se hace especialmente duro en muchas circunstancias: solo la gracia del Espíritu Santo capacita para aceptarlo, para vivirlo, para no buscar escapatorias piadosas y disfrazarlas de vida santa.

¿Hago memoria frecuente de mi bautismo? ¿Qué peso tiene la memoria de mi bautismo en mis decisiones? ¿Aparece en el horizonte de mis decisiones, de mis renuncias, de mis aceptaciones, la santidad? ¿Voy al encuentro del Señor que viene buscando decisiones propias de esa santidad?

La fuente de la vida cristiana, de una vida santa, es sacramental: el don de Dios. Recibimos sobre todo dos sacramentos a los que nos acercamos ahora, la penitencia y la eucaristía. Esta, sin ir más lejos, tiene que permitir al creyente hacer experiencia de formar parte de una comunidad, y desde ella, sentirse llamado a la misión. “Compartir la Palabra y celebrar juntos la Eucaristía nos hace más hermanos y nos va convirtiendo en comunidad santa y misionera” (GE 142). La santidad no se vive al margen de la comunidad: en la propia esencia de la eucaristía está el vincular con la comunidad cristiana, su carácter eclesial, el deseo de que todos formen parte de esa unidad, de ese Cuerpo, de sentirnos bien en la Iglesia, no al margen de otros, o especial frente a otros, o más o menos digno que otros. Solamente desde la entraña misma de la comunidad se entiende el querer contar lo que se vive: sin ese ser en la Iglesia, en la comunidad, la misión es un mandato externo, una impostura fugaz.

Para que esta experiencia se entienda bien, no al margen de Dios, como un grupo de gente que se reúne sin más, sino convocados por el Señor, uno tiene que escuchar la Palabra de Dios: es la diferencia entre una vivencia de la fe en la que se revive la llamada bautismal, o una vivencia sin historia, casual, propia del momento. La escucha del a Palabra nos sitúa en la lógica del don, propia de la santidad; sin esa Palabra, la santidad es un deseo ideal pero subjetivo. Pero la Palabra de Dios nos anima, nos consuela, nos fortalece, nos descubre nuestra debilidad, y nos acerca al sacramento de la penitencia, donde mostrando ante Dios lo que Él ya ve, Él nos concede el perdón que trae: ser reconciliados por Cristo en la Iglesia, en la celebración eclesial, es experimentar la muerte y resurrección, es entrar en su misterio salvador. Es una experiencia necesaria, que bien vivida ayuda a crecer en la santidad de Dios.

¿Qué lugar tiene la Palabra de Dios en mi vida? ¿Acepto dedicarle un tiempo, o me parece tiempo secundario, que no tengo, que no hace falta? El peligro con respecto a los dones de Dios es pensar que sin ellos no pasa nada: justo eso es lo que pasa si nos falta, nada. Aunque creamos que sí: ¿Vivo eucaristía y penitencia desde la Palabra de Dios? ¿Me intereso por aprender más sobre estos sacramentos y vivirlos en el seno de la Iglesia?

Este sería el siguiente punto a mirar: la santidad es un don de Dios a su Iglesia. Al entrar a formar parte del Cuerpo de Cristo, recibimos de ese don que nos transforma. No hay santidad que nos aleje de la Iglesia, que nos tiente a ir al margen de los otros cristianos, pecadores, por otro lado, como yo. Por eso dice el Papa: “Es muy difícil luchar contra la propia concupiscencia y contra las asechanzas y tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos aislados. Es tal el bombardeo que nos seduce que, si estamos demasiado solos, fácilmente perdemos el sentido de la realidad, la claridad interior, y sucumbimos. La comunidad está llamada a crear ese «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado»” (GE 140.142). El cristiano que desea ser santo entiende su participación en las diversas actividades no como una carga que la Iglesia me pone, no como un cambio por poder hacer luego lo que yo quiera.

Lo mismo sucede con nuestras relaciones eclesiales: son consecuencia de mi ser en el Cuerpo. No nacen de querer ser importante o ser reconocido por otros. Jesús les dice a los discípulos claramente en el evangelio que “el que quiera ser el primero de todos, sea el último de todos y el servidor de todos”. La santidad pasa también, entonces, por querer ser miembro del Cuerpo de Cristo y que, en lo que yo haga, no se me vea a mí, sino a mí en el Cuerpo de Cristo. Nuestras relaciones, entonces, no buscan realzarnos, darnos importancia, ser tenidos en cuenta, sino aportar al bien del Cuerpo, a veces a la vista, a veces escondidos. La individualidad y sus fines se oponen a la santidad y los suyos, por este ser eclesial de la santidad.

¿Qué actividades desempeño en el servicio a la Iglesia? ¿Quién las ha decidido o quién me las ha propuesto? ¿Las llevo con gusto? ¿Sería capaz de cederlas hoy mismo a otro compañero, si así mi párroco, mi obispo, me lo pidieran? ¿Agradezco la compañía de la Iglesia, o busco distanciarme de los que no son como yo, de los que no me apoyan, de los que me parecen peores?

Por último, podemos echar un vistazo a algunas de esas actitudes que el Papa señala como necesarias para llevar a cabo ese camino de santidad: es necesario transitar por ellas, pues si no pasamos por ellas, habremos equivocado el final y también la dirección. La paciencia, aguante y mansedumbre de las que habla el Papa son actitudes sin las que el cristiano difícilmente puede afrontar y aceptar el misterio de la cruz, pues Cristo mismo, ante la Pasión, ha mostrado el amor por los hombres así, como paciencia, aguante y mansedumbre. Esa capacidad para no desanimarse ante lo que se revuelve, ante el mal que nos rodea, ni volviéndonos sarcásticos ni vanidosos, sino pobres, confiados en la fuerza y el poder de Dios, se convierte en un arma poderosa: pone en comunión con Dios y deja actuar al Espíritu Santo ampliamente en nuestras respuestas, en nuestras decisiones… conviene ver cómo afrontamos las contrariedades de la vida, en la familia, en la Iglesia, en el lugar de trabajo.

Para que esa mansedumbre sea verdadera y no sea producto de una actitud pusilánime, de perfil bajo, se debe ver acompañada de otras dos actitudes que dice el Papa: la alegría, pues uno sabe en quién mantiene la confianza en todo momento, y la valentía, pues nuestra suerte, ni en el éxito ni en el fracaso, deja de estar en manos del Señor. Él nos guía, por el Espíritu recibido en el bautismo.

¿Examino mi actitud ante los reveses de cada día? ¿Puedo asemejar mi actitud a la de Cristo? ¿Recuerdo aquello de que “el grano de trigo da fruto abundante cuando cae en tierra y muere”? ¿Espero en el Señor? ¿Aprendo a esperar en el Señor? ¿Espero implicándome más, o lavándome las manos ante las situaciones injustas de la vida?.

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