23 de mayo de 2018

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El Espíritu Santo y la Virgen María

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Mayo 2018




 El Espíritu Santo y la Virgen María


Si intentamos volver nuestra mirada, en este último retiro, sobre la Madre del Señor, necesariamente tenemos que hacerlo sobre el misterio de la Encarnación del Señor y el anuncio del ángel Gabriel a la Virgen de la elección divina (Lc 1, 26-38). “El don del Altísimo te cubrirá con su sombra”, dice el ángel. La sombra es la gracia del Espíritu Santo, que hace que María pueda recibir ese especialísimo saludo: “Llena de gracia”. Ella encarna, en este misterio, a la Hija de Sión anunciada en el Antiguo Testamento, por lo que ella puede alegrarse con la alegría que los profetas anunciaban.
Nadie más que ella recibe semejante nombre en toda la Escritura; en su nombre hay ese matiz de plenitud, de abundancia, que encontramos en la conocida bendición de Ef 1: “Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado”. Esa generosidad ha sido concedida a María, de tal forma que cualquiera que busque la plenitud de la gracia en Cristo, la encontrará también a ella, colmada de esa plenitud del Espíritu, para poder ser la madre del Amado. Dios ha colmado a María a priori con la plenitud de la gracia, con la que el cristiano puede ser colmado a posteriori, en la comunión con Cristo.

¿Releo el relato del anuncio del ángel con la admiración de la creación por la predilección sobre María? ¿Puedo encontrarme en esa creación rescatada en la respuesta de María? ¿Cómo experimento la sobreabundancia de Dios, su generosidad conmigo en el orden de la gracia? ¿Experimento el don del Espíritu como vínculo de comunión con María, de su “sí” con todos los míos, los que se dan en la vida de la Iglesia a Dios?

La acción del Espíritu Santo en la Virgen María significa, entonces, que ella ha sido predestinada a una vocación y a una misión únicas en el plan de Dios. Mientras que, en nosotros, el don del Espíritu manifiesta una adhesión a Cristo, que se realiza por los sacramentos, y es fuente de nuestra vida en Él, en María el don del Espíritu es signo de la encarnación del Hijo y de ser, ella misma, la Hija de Sión.
Así que la santidad de María no proviene de ella misma, no ha sido ella la que ha provocado la elección divina, sino que, por el don del Espíritu, ella ha vivido para engendrar al Señor en su seno y en toda su vida. La acción del Espíritu en María glorifica la acción de la gracia y la libertad del que responde: el Espíritu, lejos de limitar la libertad de María, lejos de “hacerle” su vida, lo que hace es que la capacita para responder “Hágase en mí según tu palabra” y para hacer su vida según esa palabra, de tal forma que el Espíritu hace que María pueda vivir en esa comunión con Dios y con su divina voluntad.

¿Recibo el don del Espíritu para ser más libre, para poder seguir mejor la voluntad de Dios? ¿Abro mi corazón a la respuesta que Dios nos pide constantemente en la vida? ¿Pido el Espíritu Santo para ser, como María, obediente al Padre?

El don del Espíritu Santo hace de María la Madre y Virgen, es decir, el Espíritu nos sumerge en el misterio de lo imposible, en el misterio del don de Dios que ofrece a la humanidad salidas insospechadas, a sus propios planes y a los planes impensados. Por eso, nunca puede entenderse el personaje y la obra de María si no es desde la acción del Espíritu, desde su docilidad a la gracia y su deseo de vivir plenamente en el misterio de Dios. El Espíritu Santo eleva la humanidad a un nivel al que no se alcanza con las propias fuerzas, a un nivel en el que los planes humanos quedan pequeños, ridículos, y a una duración y trascendencia en el tiempo y la historia que hacen comprender que nuestra vida no es casual, que nuestra situación personal no es casual, que no vale con que sea divertida o con que pase cuanto antes, sino que es, toda ella, manifestación divina, lugar de revelación del misterio de Dios.
Hasta tal punto es así, que la santidad no contradice en María a la humanidad del Hijo, sino que, al contrario, se convierte en cualidad auténtica que la humanidad recibe: no habría sido más humano Jesús si hubiera sido pecador, ni tampoco si hubiera nacido de una mujer pecadora, porque lo que hace el Espíritu Santo en María es cooperar con ella para que el Hijo pudiera vivir y morir como hombre.

¿Experimento la certeza de que Dios mejora mis planes? ¿Tengo la libertad de Espíritu como para agradarme de reconocer el plan de Dios? ¿Me adhiero a ellos confiado de que mejoran mi vida? ¿En qué ámbitos de mi vida puedo decir que el Espíritu Santo me hace ser más yo, más hombre, más mujer? ¿Agradezco el don recibido para ello?

Por otro lado, la acción del Espíritu sobre María ilumina también la santidad de la Iglesia, o la acción de acoger la gracia del Espíritu de la Iglesia. Esta no es más humana por ser más pecadora, sino al contrario, es más humana en cuanto que es más capaz de acoger el don de Dios. La celebración de los sacramentos, la recepción de la gracia, hacen que la Iglesia se mire en el espejo de María para entender que cuanto más cree, más experimenta la acción del Espíritu en ella, que cuanto más proclama la Palabra de Dios, o anuncia el Reino u obra en caridad, más se desarrolla en su propio ser, y más se prepara para vivir en la comunión celeste, en una vida eterna con Dios: La Iglesia también recibe el Espíritu para que su humanidad pueda reflejar con mayor belleza la acción de Dios. También ella, en la humildad, recibe y es animada por Dios para mostrar la gracia del Espíritu que transforma el mundo.
La alegría que trae la Hija de Sión por el fiat, acogiendo el don del Espíritu, es la alegría que la Iglesia está llamada a comunicar también cuando recibe el mismo don, de tal forma que estando más en el mundo y mostrando cada cristiano su situación particular, puede encontrarse en ella no sólo iluminado por el Espíritu, sino transformado y transformador de esa realidad.

¿Experimentamos la alegría de compartir la fe en el mundo y del ánimo que nos da el Espíritu? ¿Recibimos la gracia en la Iglesia, gracia rebosante, para ser en esta vida comunión con la vida eterna? ¿Quién recibe la acción del Espíritu sobre nosotros? ¿Trabajamos también en la comunión de los santos? ¿Nos saca el Espíritu de nosotros mismos para mirar al bien de toda la Iglesia, o somos egoístas con lo divino?

En los evangelios vemos que en María todo es signo de la gracia en plenitud y de la inefable acción de Dios por el Espíritu, y esto no deja de ser una advertencia para todos nosotros: María, la llena de la gracia del Espíritu, es santificada en la acogida creyente del don de Dios, así la Iglesia se manifiesta más cerca de los hombres cuando, llena por la acción del Espíritu, más la conduce también, por la fe, hacia el encuentro con Dios.
Por eso, podemos fijarnos también en cómo el don del Espíritu Santo crea en lo profundo de la Iglesia el deseo de dar a Cristo, de hacer salir a Cristo al encuentro de los hombres. Recibir el don del Espíritu, por tanto, lejos de alejar a la Iglesia del mundo, produce en ella el efecto contrario, la sitúa en medio del mundo para poner a Dios cercano a todos, saliendo al encuentro de los que lo necesitan.

¿Experimento el impulso del Espíritu a hablar de Jesucristo? ¿Me anima el don del Espíritu a tener más caridad con los que no me gustan, con los que no me caen bien, con los que no defienden lo que yo? ¿Me veo cerca de los otros, o me alejo día a día?

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