3 de diciembre de 2017

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La confirmación

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Diciembre 2017
 
 

“Recibe, por esta señal, el don del Espíritu Santo”. Fácilmente queda ya lejos de nosotros el momento en el que el obispo nos impuso su mano para ungirnos con el sacramento de la crismación, pronunciando esas palabras sobre nosotros. No debe producirnos vértigo el hecho de volver a traer a nuestra memoria la celebración sacramental de nuestra confirmación para poder entender el misterio tan enorme que allí se encerraba y que, seguramente, no pudimos captar plenamente. ¿Qué aportó a mi vida?

Quizás sea un momento este retiro para valorarla más oportunamente. La confirmación es un momento de siembra; eso significa que, seguramente, sus frutos se hayan ido manifestando después, con el paso de los años. Tantos después de recibir la confirmación desaparecen… y lo que provocan es que lo que en ellos se ha sembrado no pueda dar fruto, al menos temporalmente. Por eso, la reflexión sobre el poder y la acción de la confirmación ha de ser constante en la Iglesia: ¿Qué añade la confirmación al bautismo?

El bautismo es el sacramento que nos asemeja a Cristo en su muerte y resurrección, así lo dice la carta a los Romanos. Por eso, la confirmación significa la vida por el fruto de la Pascua, que es el don del Espíritu santo. Podríamos decir que, de la misma manera que el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen María para propiciar la encarnación, la venida del Hijo de Dios, y después desciende sobre Jesús para ungirlo con miras a la misión evangelizadora, en las aguas del Jordán, así el Espíritu Santo desciende en el bautismo sobre el fiel para hacerlo hijo de Dios -y miembro de la Iglesia- y en la confirmación para la unción mesiánica que anima a la evangelización en la Iglesia.
 
¿Supuso mi confirmación un vínculo mayor con la Iglesia, una conciencia mayor de la misión de la Iglesia? ¿O puedo decir que realmente fue solamente una siembra… para un tiempo posterior, más cercano a lo que soy hoy? ¿Valoro ese vínculo y compromiso eclesial que no es solamente una ocupación o carga, sino que nace de un don, el del Espíritu Santo? ¿Vivo la acción del Espíritu como la fuerza para dar testimonio, en cada momento, del amor de Dios? ¿Lo agradezco y lo trabajo?
 
En el Concilio Vaticano II se dice que los cristianos “por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras” (LG 11). Es interesante el empleo de esos tres verbos: se vinculan, se enriquecen, quedan obligados… Hay un camino que se muestra ahí para poder afrontar y reconocer en la vida el don recibido.

Sin duda, lo que se obra por acción del Espíritu en la confirmación en nosotros es una inserción plena, consciente, un paso de madurez, en la comunidad de la Iglesia. Existe un fuerte vínculo entre el confirmado y la Iglesia que le confirma, que le reconoce la madurez para dar testimonio capacitado, serio, responsable, de su fe. Por eso, la comunicación del Espíritu Santo en la confirmación capacita al que lo recibe para ofrecer una confesión de fe apropiada, atrevida, en tantos casos sellada con la entrega de la propia vida.

Es por esto que podríamos poner nuestra atención en la participación del confirmado en la misión profética de Cristo, quizás la que se hace más visible en estas definiciones. Si Cristo fue ungido con vistas a anunciar la buena noticia del evangelio, como el profeta definitivo, en el que se cumplen las palabras de Dios, el cristiano aprenderá y será, también él, testigo del evangelio por el don del Espíritu, pero testigo no a título personal, sino testigo enviado por la Iglesia que le ha confirmado. El vínculo eclesial se manifiesta, entonces, también, como compromiso personal, concreto, cercano: El inicio del testimonio cristiano es entre los hermanos, es en la misma Iglesia. Allí un confirmado aprende y madura al dar sus primeros pasos en la ofrenda de la fe recibida.
 
¿Cuáles fueron esos primeros pasos para mí? ¿Cuál es el eco que todavía queda de ello en mi corazón y en mi acción en la Iglesia? ¿Experimento la necesidad de decir -de palabra y obra- que soy cristiano y que intento vivir como tal? ¿Permanece viva en mí esa experiencia de necesitar una comunidad de referencia, en la que hablo y me hablan de Dios? Esta es un signo de madurez, de crecimiento, de reconocimiento de la obra de Dios en mí, obra que sigue haciéndose día a día…
 
Apostolicam Actuositatem explica en su número 3: “Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. (…) El apostolado se ejerce en la fe, en la esperanza y en la caridad, que derrama el Espíritu Santo en los corazones de todos los miembros de la Iglesia. Más aún, el precepto de la caridad, que es el máximo mandamiento del Señor, urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino, y la vida eterna para todos los hombres: que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (Cf. Jn., 17,3). (…) Por consiguiente, se impone a todos los fieles cristianos la noble obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra”.

En este número de gran riqueza espiritual, el Concilio pone en el don del Espíritu la base para el apostolado de los laicos. El Espíritu nos hace partícipes en la misión profética de Cristo, de tal forma que nuestra tarea evangelizadora es siempre fruto del amor de Dios, nace de la caridad, que no nos sitúa por encima de aquellos con quienes hablamos o con quienes trabajamos, sino siempre a su servicio, pues el amor se manifiesta en el servicio, que sabe llevar por caminos llenos de imaginación y de paciencia a los hermanos hacia la fe, por caminos de libertad y de encuentro a los hermanos hacia la vida de la Iglesia, no haciendo fotocopias nuestras, sino ayudando a todos a ser imagen de Cristo.
 
¿Pido el don del Espíritu para poder ser en la vida lo que he sido hecho sacramentalmente? ¿Vivo la evangelización como una entrega de amor, o como una charla que hay que dar? ¿En qué ámbitos me acomodo o me dejo llevar por lo que hay, y en qué personas reconozco una clara llamada de Dios a hablar de mi fe, que no es mérito mío, sino don de Dios? ¿Dónde experimento que crezco, que Dios me enseña, que me madura?
 
Los padres de la Iglesia ya explicaban que en el don del bautismo hay un itinerario oculto, un camino hacia plenitud que se realiza en comunión con el misterio de Cristo: así, se actualiza “según el beneplácito de Dios y según el desarrollo de nuestra conciencia y de nuestro entroncamiento en la sociedad de los hombres y en la historia del mundo”. Por eso, tiene que conducir a que, por la confirmación, uno comienza a referirse a otros, a salir de sí mismo, a sentirse solidario con los otros, a contribuir a su vida, a sus necesidades, en el ámbito de la fe o en el de cualquier aspecto del desarrollo personal.

Y Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, relaciona el don de Pentecostés con la vida de los apóstoles y la gracia del apostolado. Se entra en una etapa de evangelización. Así se entiende bien que, cuando el cristiano deja de ofrecer testimonio del evangelio por la caridad, vuelve a encerrarse en sí mismo, en sus propias necesidades, y limita los frutos de la confirmación. Dios se preocupa de nuestras necesidades, necesitamos ver mejor y confiar más… Ningún confirmado podrá, entonces, afrontar la vida correctamente si no lo hace consciente de la experiencia de la comunidad y de la acción misionera de la Iglesia.

Así, por terminar cerrando el círculo de este retiro, volveríamos al don del bautismo y a su relación con la confirmación; esta, sin duda una fase avanzada de aquel, al haberse separado históricamente de lo que era una misma acción en sus primeros siglos, se ha convertido en expresión eclesial de la misión de la Iglesia, que se realiza por el don del Espíritu Santo y en comunión con Cristo.
 
¿Acepto dar testimonio de Cristo en el mundo? ¿Me sale natural? ¿Veo las necesidades de los hombres en el mundo y con respecto a la fe como una oportunidad de ofrecer testimonio o más bien de esconderme, de dejar que otros hagan? ¿Soy activo para servir en la evangelización o me escondo en mis debilidades y flaquezas? ¿Valoro el bien que sería para todo el mundo el don de la fe y quiero ofrecerlo, o me desanimo? Quizás, nos venga bien hacer memoria con más frecuencia de nuestra confirmación, no por lo que hayamos hecho o no, sino por lo que Dios sembró, de forma indeleble, en nosotros aquel día…

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