6 de mayo de 2015

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Jesucristo ¡RESUCITÓ!

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INTRODUCCIÓN

Todos esperamos vivir en una situación mejor en todos los ámbitos de nuestra vida. En las relaciones personales, en la salud, en la familia, en el ámbito profesional y económico, en el lúdico y en el de las aficiones todos buscamos encontrarnos en mejores condiciones, aunque en las que nos encontremos ahora no sean malas. Es el 'todos queremos más' de una canción protesta de hace unos años.

Es una aspiración que no debe ser condenada por un falso 'espiritualismo', o por un desprecio a todo lo que signifique un cierto apego a lo que vivimos cada día. Ese crecimiento personal no es en absoluto malo de suyo, puesto que puede implicar también una mejor situación personal y social para entregarse a los demás. En cualquier caso, es una inquietud que permanece con nosotros a lo largo de la vida, y que se da no sólo con nuestras personas sino también hacia las personas que queremos y apreciamos de algún modo: para ellos también deseamos lo mejor, incluso aquello que nosotros no hemos sido capaces de conseguir.

Es parte de un deseo mucho mayor y que Dios puso en nuestros corazones: el deseo de felicidad, que evidentemente no se acaba en este mundo, pero que tampoco lo desprecia. Todos tenemos en nuestro interior esa inquietud de felicidad que se manifiesta en muchas cosas pequeñas de cada jornada. Ninguna de las mejoras que podamos ir consiguiendo agotan el deseo pero las necesitamos.

Incluso el sufrimiento que a veces estamos dispuestos a padecer, lo aceptamos porque esperamos posteriormente una situación mejor. Siempre estamos dispuestos a poner un poco de sacrificio si de ese sacrificio podemos luego sacar alguna ventaja personal o para alguien a quien queremos beneficiar.

La Ascensión de nuestro Señor Jesucristo a los cielos y la posterior venida del Espíritu Santo nos ayudan a esperar con más certeza los bienes definitivos, los que no se perderán nunca, los que el ladrón no puede robar ni la polilla roer. Nuestro Maestro es el primero de los mortales que entra en el Reino y nos indica el camino que hemos de seguir, asegurándonos que allí nosotros, cada uno y cada una, tiene un puesto, un lugar reservado y que, además, es posible conseguirlo, es un lugar alcanzable, con su ayuda, pero alcanzable.

Por eso es importante meditar con un poco de tiempo estos momentos de la vida del Señor y de la vida de la Iglesia.

EXPOSICIÓN DOCTRINAL

1. FUE LEVANTADO EN PRESENCIA DE ELLOS (Hch 1, 9).

Después de cuarenta días de compartir con los apóstoles y de afianzarles en la fe , nuestro Señor asciende a los cielos. Les ha ido preparando poco a poco el corazón para que puedan asumir su partida, y, finalmente, ese momento llega.

Si duda alguna a los apóstoles les debió producir cierto dolor. Habían compartido con el Señor tres años muy intensos. Sobre todo se han quedado gravados en su memoria los últimos meses de convivencia. Días en los que Jesús les abrió su corazón de un modo especial. Luego los brevísimos días en los que subieron a Jerusalén, y contemplaron el rostro más doliente de Cristo. Sólo fueron unas horas que se hicieron una eternidad. Pero de un modo muy especial esos cuarenta días en los que sin la publicidad de los tres años anteriores, viven con Él, comparten sus impresiones, y, lo que es lo más importante, el Señor les hace entender lo que hasta ese momento se habían visto imposibilitados de entender.

Ese dolor se da unido a la alegría por el tiempo compartido, por la gozosa experiencia de su presencia tras el sufrimiento y la muerte. Tienen algo que comunicar al mundo y son conscientes de que ese algo es realmente importante para la humanidad. Pero todavía no han recibido el Espíritu, por ello se sienten débiles ante el encargo realizado por Cristo, y temen, no confían en sus solas fuerzas pero tampoco han sido fortalecidos con la luz del Espíritu Santo.

Es muy importante lo que han vivido hasta ese momento, son conscientes de haber compartido una historia única, fundamental, transcendental. Son también sabedores de la responsabilidad que tienen en el futuro. Lo que han visto y oído, sus experiencias más importantes no las han recibido para sí mismos, sino para todos los que quieran recibir el don de Dios.

2. ID POR TODO EL MUNDO PREDICANDO LA BUENA NUEVA

Es lógico que el Señor una a este momento de la Ascensión la predicación del Evangelio. Ya ha compartido con ellos todo, su vida, su doctrina, su ejemplo, su muerte y resurrección... Ahora solo queda que el mundo se entere. Que las gentes descubran el amor de Dios. Por ello el Señor les encomienda 'id por todo el mundo'. Lo que han vivido y oído es para todos. No es exclusividad de unos elegidos, de unos privilegiados, ni siquiera de un pueblo. Por todo el mundo. Comenzando por Jerusalén, por la ciudad que han abandonado por miedo a los judíos. No, la predicación no va a ser tarea fácil. Ni mucho menos. No lo fue para el Maestro... Saben los Apóstoles que las conversiones, la posibilidad de crecer en número es ridícula. Es una tarea sobrehumana. No puede depender de ellos. El Señor les dice que vallan a Judea y a Samaría, donde de hecho ya han sido proscritos. Esta es la voluntad de Dios, que todos los hombres se salven. Todos quiere decir todos. El señor busca a sabios e ignorantes, a ricos y pobres, a sanos y enfermos, a judíos y a griegos, a hombres y a mujeres... A Cristo le interesan todos los hombres. Por todos ellos ha entregado su vida, y si bien en un principio Él mismo limitó su actividad apostólica a una determinada zona, los apóstoles tienen que abrirse como en abanico para extenderse por todo el orbe.

Realmente esta tarea comenzó después de la llegada del Espíritu Santo. Sólo con su ayuda se puede cumplir el mandato del Señor.

Los discípulos del Señor del siglo XXI tienen que continuar la tarea. Hoy, no menos que entonces, también se nos exige salir de nosotros mismos y darnos a los demás con valentía y audacia. Implantar el Reino de Dios y su justicia es una exigencia del amor a Dios y a nuestra vocación cristiana. No es una posibilidad, ni un privilegio de unos cuantos. Todos, cada uno en el lugar donde Dios le ha colocado ha de dar a conocer el amor de Dios, ha de hacer visible la Iglesia.

¿Dificultades? Todas. Siempre las ha habido y siembre habrá de haberlas. Sin las dificultades el mundo no podría creer en el mensaje que anunciamos: serían palabras humanas... La contrariedad muestra que es verdad lo que vivimos y enseñamos. No podemos renunciar a ella, tampoco debemos buscarla de modo inútil o irracional. Pero no podemos achantarnos. Dios está con nosotros.

Ya ha pasado el momento de pensar que todo está perdido, pero también el que nos hace pensar que la fe es para vivirla en privado. Todavía hay quienes se creen que lo que los cristianos vivimos es algo personal, que no se puede dar, porque significaría que actuamos con prepotencia, sin respeto a la verdad de cada uno. 'Yo soy el camino, la verdad y la vida'. Esta si que es la única verdad. Cristo es el salvador, el Redentor del hombre, el único capaz de darnos paz y hacernos felices. Fuera de Él nada ni nadie puede llenar el corazón del hombre. Por eso cuando transmitimos la verdad de Cristo no damos algo pensado para los creyentes, algo relativo. A esa persona concreta que no cree a venido a buscarla Cristo, por que también a esa persona la ha amado y la quiere hacer feliz.

Evidentemente la fe no se impone, la fuerza de la predicación no está en la obligación a acoger la verdad. Es la fuerza de la verdad la que convence el corazón del hombre. Cuando se habla de la exigencia de la predicación, no se niega la libertad del hombre para recibir el mensaje. Nadie niega la libertad de acoger o rechazar la verdad que se le muestra, pero no puede negarse el derecho que tiene toda persona a conocer la verdad en aras de esa libertad.

3. PRIMACÍA DE LA GRACIA

Así titula el Santo Padre el número 38 de la carta apostólica Novo Millennio Ineunte. Nos repite en este apartado una verdad que hemos aprendido desde niños, y que puede verse como una 'verdad de perogrullo'. Sin embargo es una verdad que olvidamos con cierta facilidad: En toda tarea apostólica es Dios el agente principal, primero y, casi, exclusivo.

La evangelización es un encargo que Cristo hizo a la Iglesia representada en el momento de la ascensión en los apóstoles, y que sin embargo comenzó cuando el Espíritu Santo descendió en forma de llamas de fuego, sobre sus cabezas. Es el Espíritu Santo el que les hace ser fuertes ante el temor. Sus fuerzas, sus profundas convicciones, sus sentimientos de amor al Maestro no bastan para vencer el temor, para salir del Cenáculo y cumplir con el mandato, el testamento del Señor.

Con la fuerza del Espíritu salen de sí mismos y llevan al resto de los hombres lo que han recibido. Sólo con la confianza puesta en Dios el bautizado puede superar las dificultades tanto sociales como propias.

Para expresarlo más claramente el Santo Padre nos pone el ejemplo de la pesca milagrosa. Pedro, pescador experimentado, hombre de carácter y ya maduro, después de no haber pescado nada, hace caso a Jesús (en tu nombre echaré las redes) que no es pescador, ni tiene la experiencia ni edad de Pedro. El resultado choca con toda previsión: ¡Casi se hunde la barca! 'En tu nombre'. Ahí está la razón de la pesca: en el nombre de Jesús. En tu nombre quiere decir: 'fiándome en tu palabra', 'confiando en ti'.

En nuestro trabajo apostólico es Dios quien obra. Nosotros somos meros instrumentos. Realmente no somos necesarios, incluso podemos ser un estorbo, pero el Señor, a pesar de los pesares, cuenta con nosotros: ¡bendito sea el Señor que nos deja sentirnos importantes!

4. REINA DE LOS APÓSTOLES

María acompañó los primeros pasos de la evangelización. Tampoco la Escritura recoge lo que ocurrió en la despedida de María con Jesús. Sin embargo todos nosotros nos podemos imaginar la ternura de Cristo con su Madre en esos momentos.

Ojalá nosotros seamos capaces de tratar a María con esa misma consideración. Pidámoselo a Cristo. Asumamos nuestra responsabilidad ante nuestra Madre. Ella es consuelo, refugio, causa de alegría para todos nosotros, pero también nos exige ser mejores hijos de Dios, hermanos de su Hijo.

EXAMEN

- ¿Busco en todas mis cosas a Dios y su gloria? ¿procuro que mi corazón no se pierda en las cosas de este mundo? ¿aspiro realmente a la santidad?

- ¿Tengo afán apostólico? ¿Busco oportunidades para dar a conocer a Cristo? ¿Me duele que quienes están a mi lado no tengan fe, o vivan como si no la tuviesen?

- ¿Rezo y me mortifico por quienes no tienen fe? ¿les encomiendo en mis oraciones? ¿Pongo nombre y apellido a mis contrariedades, a mis sufrimientos a mis trabajos, a mis dolores, a mis actividades?

- ¿Me cuesta trabajo dar a conocer ante los demás que soy cristiano? ¿Me avergüenzo de mi condición? ¿Procuro pasar desapercibido cuando se habla en contra o con mofa de la fe o de la Iglesia?

- ¿Defiendo con valentía las enseñanzas de la Iglesia? ¿Procuro hacer fácil y comprensible la fe? ¿Hago problema de las cosas que enseña la Iglesia?

- ¿Encomiendo y me sacrifico por mis amigos, familiares y compañeros de trabajo? ¿Saco en mis conversaciones el tema de Dios? ¿Les transmito la alegría de ser cristiano? ¿Procuro dar buen ambiente a mi alrededor?

- ¿Invoco a María en mis problemas? ¿Le pido por la fe de quienes no creen? ¿Le presento a diario las personas que están a mi alrededor? ¿La invoco cuando voy a hablar con alguien para que se acerque a Dios?

TEXTO

"Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios" (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf Hch 1,3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf Mc 16, 12; Lc 24, 15; Jn 20, 14- 15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf Hch 1, 9; cf también Lc 9, 34- 35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo "como un abortivo" (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).

El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: "Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf Jn 16, 28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (MR, Prefacio de la Ascensión).

"Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre..., sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios a favor nuestro" (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7, 25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros" (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf Ap 4, 6- 11).

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno, f. o. 4, 2; PG 94, 1104C).

Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 659-663.

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