INTRODUCCIÓN
No es verdad que los hombres seamos cada vez más escépticos. No es verdad que los avances tecnológicos nos impidan o dificulten creer en lo que no es tangible. Y no lo es, no sólo por razonamiento y por doctrina, sino que no lo es por pura demostración práctica. Los datos nos lo demuestran, la forma de vivir los hombres nos lo describen.
Seamos como seamos, cada vez se acude más a adivinos y nigromantes. Cada vez surgen nuevas teorías o doctrinas sobre la reencarnación y sobre la vida futura. Y aunque haya muchos factores que nos puedan dificultar el pensamiento en la vida futura, los hombres de hoy, como los de antaño, se siguen agarrando a un clavo ardiendo buscando seguridad en el futuro y en la vida venidera.
Un ejemplo que todos podemos comprobar es el florecimiento de sectas y de pensamientos que ahora denominamos 'New Age'. Los jóvenes siguen haciendo espiritismo y hasta los más incrédulos se vuelven histéricos y temerosos cuando el vaso se mueve.
Todo esto no hace más que corroborar lo que ha sido enseñanza de los filósofos y de la teología cristiana desde sus mismos comienzos: El hombre está llamado a la eternidad y el hombre busca incansablemente la felicidad que el mundo no le puede dar. Lo intentaremos oscurecer, o esconder, pero, al final, todos tenemos la misma naturaleza que nos eleva a desear lo trascendente.
La Iglesia y sus hijos tenemos el privilegio de saber la verdad sobre el hombre y su destino. Esa es la principal diferencia con quien todavía busca una razón para su existir. Jesús, que afirmó 'Yo soy la resurrección y la vida', es el destino del hombre. Y su resurrección de entre los muertos es la certeza que mejor nos introduce en nuestra verdad, en nuestra ansias de vivir, de eternidad, de felicidad y de plenitud.
No en vano la Iglesia en este tiempo de Pascua quiere que nos acerquemos a la Resurrección del Señor, que nos adentremos en el misterio de la victoria de Cristo sobre el pecado, el dolor y la muerte. En este misterio radica nuestra esperanza cristiana, pero también nuestra fe, certeza de lo que aún no vemos, y nuestra caridad.
EXPOSICIÓN DOCTRINAL
1. VERDADERAMENTE HA RESUCITADO EL SEÑOR, ALELUYA.
La torpeza de los apóstoles queda patente, una vez más, en el relato de la Resurrección de Cristo. La aceptaron con lentitud y dificultad incluso aquellos que fueron testigos directos de su presencia, de sus gestos y palabras, a partir del tercer día de su muerte.
Jesús anunció en varias ocasiones ante sus apóstoles la pasión y la resurrección. Pero no llegaban a entenderle, 'y temían pedirle explicaciones' (Lc 9, 45). Pedro, no aceptaba esa posibilidad y el mismo Jesús tuvo que reprender su falta de visión sobrenatural: 'apártate de mi, Satanás, porque piensas como los hombres y no como Dios' (Mt 16, 23).
Estos datos que los mismos apóstoles nos dan a conocer son para nosotros muestra de la veracidad del hecho de la resurrección. No escondieron sus defectos y su pobre fe. Siendo esto una prueba no pequeña de la fidelidad en la descripción y de la credibilidad que merecen los Evangelios.
El sepulcro estaba vacío, con cierta ingenuidad los apóstoles nos narran como no se lo podían creer. Fue al entrar al sepulcro abierto y vacío cuando Pedro y Juan creyeron, entendieron lo que el Señor les había estado hablando. Le tienen que tocar o verle comer para cerciorarse de que es el mismo Jesús el que ahora están viendo.
No nos ha llegado ningún testimonio de la Resurrección misma, entre otras cosas por que nadie pudo contemplarlo. Los mismos soldados que custodiaban el sepulcro, al ver a los ángeles moviendo la piedra 'temblaron de miedo y quedaron como muertos' (Mt 28, 2ss). La prueba de la Resurrección está en el sepulcro vacío y en la aparición de Cristo vivo a los apóstoles y a los discípulos. No puede pensarse que los apóstoles se pusieran de acuerdo para sacar a delante una teoría, que en tantas ocasiones choca con su mentalidad judía y que no son capaces de entender del todo.
No se trata de alucinaciones que les hacía pensar en una presencia del crucificado. Sus encuentros son reales. Se presenta ante quienes no esperan verlo (María Magdalena, los discípulos de Emaús...), se hace presente a los apóstoles cuando están juntos, e incluso alguno de ellos duda, y teme. No todos son capaces de reconocerle en un primer momento, sino que son unos los que animan a los otros...
2. EL ROSTRO DE CRISTO RESUCITADO
'La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: 'Tú sabes que te quiero' (Jn 21, 15.17). Lo que hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por Él: 'Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia' (Flp 1, 21)' (NMI 28).
El encuentro con Cristo renueva el ánimo de los apóstoles, perdido por el sufrimiento de los días anteriores. Contemplan el Rostro del Señor y descubren la grandeza de Dios, que vence el pecado, el dolor y la muerte. Que es capaz de restablecer la paz en los corazones de los hombres y, sobre todo que otorga al pecador el perdón de los pecados.
Cómo recuerda el Santo Padre 'Dulcis Iesu memoria, dans vera cordis gaudia' (NMI 28). Contemplar la resurrección de Cristo nos trae a todos la alegría del corazón. La Cruz del Señor desanimó y entristeció a quienes le amaban, pero era paso necesario para la alegría de la resurrección. Se convirtió así en Pascua, puerta que abre el corazón de Dios a todos los hombres. La alegría del encuentro con Cristo es enormemente superior al sufrimiento que causó su pasión y muerte. A nosotros nos enseña que 'Per Crucem ad lucem', sólo por la cruz encontraremos la luz de la resurrección,. y con ella, la alegría que no se quita con nada ni con nadie, porque no es la propia de quien tiene las necesidades cubiertas, sino la de quien ha descubierto el amor, el verdadero amor.
'Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos; nuestro Señor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido a salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es llamado a la vida' (San León Magno, Sermón I de la Natividad del Señor).
El creyente no es un ingenuo, incapaz de ver la realidad del mundo en el que vive, pero comprende perfectamente que así como Cristo venció la muerte, las dificultades serán superadas con su gracia, y no se deja llevar por la tristeza o por la angustia ante la dificultad. 'La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¿Habituaos a gozar de esta alegría!' (Juan Pablo II, alocución del 24 de marzo de 1979).
3. DE LO QUE HAY EN EL CORAZÓN HABLA LA BOCA
El encuentro con Cristo resucitado cambia nuestra vida, nuestra forma de plantearnos nuestra existencia, nuestro modo de ver el trabajo, la familia, las relaciones sociales, la cosa pública... Jesús ha resucitado y ha cambiado el trazado de la historia, pues todo ha adquirido la dimensión de la salvación.
De ahí surge el deseo de dar a los demás lo que nosotros vivimos y lo único que es capaz de llenar nuestras vidas. La Resurrección de Cristo anima a los apóstoles a esperar al Espíritu Santo con alegría y abrir el tesoro de la redención a todos los hombres. También nosotros renovamos muestro compromiso apostólico con el mundo. El trato con el Señor, el compartir con Él nuestra vida, el deseo de conocerlo y amarlo más cada día queda fortalecido, a la vez que provoca en nosotros, por el apostolado que hacemos entre nuestros familiares, amigos y conocidos.
Aquí radica, en parte la apostolicidad de la Iglesia, y, por ende, de todos los bautizados. Cristo anima a los apóstoles a ir por todo el mundo dando a conocer su nombre entre todos los hombres. La Iglesia nació con este fin que los cristianos del tercer milenio intentamos seguir viviendo cada día con más fuerza y fidelidad.
El apóstol de los gentiles tenía bien claro que si evangelizaba no era por un mero deseo humano personal, era por cumplimiento de la exigencia del seguimiento a Cristo. Era por fidelidad a su vocación, a la que el Señor tenía pensada para él. Cada uno de los cristianos de hoy tenemos el mismo planteamiento que el de Pablo: Hablamos de Cristo a nuestros contemporáneos porque sentimos la urgencia del amor de Cristo por llegar y salvar a todo hombre, a cada hombre.
No nos predicamos a nosotros mismos, ni esperamos el fruto de nuestro trabajo como si fuera debido a nuestro esfuerzo. Hablamos de quien amamos, y sabemos que es el mismo Señor quien es capaz de cambiar el corazón de los hombres. Por ello no sentimos vergüenza ante los demás, no buscamos el aplauso. Queremos que Jesús sea amado y que los que están a nuestro alrededor sean capaces de vivir con la misma alegría y animo como vivimos nosotros.
4. 'ALÉGRATE LLENA DE GRACIA'
La resurrección fue la respuesta del Padre a la obediencia de Cristo (cf. NMI 28). Sin duda alguna la obediencia de María, 'hágase en mí según tu palabra', tuvo como respuesta de parte de Dios, el reencuentro del Hijo con su Madre después de la resurrección.
Es verdad que los Evangelios no recogen ningún momento en los que podamos contemplar a María con su Hijo disfrutando de una conversación o paseo, o un rato de descanso. Sin duda estos existieron, y la alegría de la Madre estaba sin duda reflejada en su cara, en su sonrisa.
Contemplemos esa escena que no narran los Evangelios, pero que el sentido común nos hace creer firmemente. Miremos a Jesús resucitado junto a su Madre. Esta escena nos tiene que ayudar a no perder la alegría, a crecer en esperanza, a estar más cercanos al corazón inmaculado de la Virgen.
EXAMEN
- ¿En mi piedad, procuro no quedarme sólo con los momentos de la pasión del Señor y contemplar a Cristo resucitado? ¿Leo, al menos en este tiempo de Pascua, los Evangelios de las apariciones del Señor resucitado a sus apóstoles?
- ¿Qué sentimientos deja en mi corazón la meditación de la Resurrección de Cristo? ¿Soy consciente de que tengo que fomentar en mí el agradecimiento a Dios por su grandeza, por su preocupación por mí, por el perdón de los pecados?
- ¿Soy una persona alegre? ¿Soy optimista y positivo en mis planteamientos apostólicos, eclesiales, profesionales o familiares? ¿Procuro ver las cosas concretas de mi vida con visión sobrenatural?
- ¿Me dejo llevar por el desánimo? ¿Tengo esperanza? ¿Soy de los que ponen la venda antes que la herida aparezca? ¿Confío en que el Señor me acompaña y me ayuda en mis dificultades?
- ¿Tengo un verdadero afán de almas? ¿Deseo de verdad que las personas que quiero aquí en la tierra estén cerca de Dios? ¿Es un deseo eficaz, es decir, pongo algún tipo de medio para que así sea?
- ¿Encomiendo y me sacrifico por mis amigos, familiares y compañeros de trabajo? ¿Saco en mis conversaciones el tema de Dios? ¿Les transmito la alegría de ser cristiano? ¿Procuro dar buen ambiente a mi alrededor?
- ¿Invoco a María como causa de mi alegría? ¿Le doy las gracias por todo lo que de ella he recibido? ¿Le pido que me ayude a ser fiel en mi camino de fe, esperanza y caridad?
TEXTO
"Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe" (1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf Lc 24, 26-27.44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las Escrituras" (cf 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo Nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su resurrección. El había dicho: "cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: "La Promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en nosotros... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: ` Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy ´" (Hch 13,32-33; Cf Sal 2, 7).La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación el Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos lebera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos...así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
Por último, la Resurrección de Cristo -y el propio Cristo resucitado- es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos "saborean los prodigios del mundo futuro" (Hb 6, 5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 651-655.
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